Hector Otero: Mont Blanc Pinball Wizard
Hector Otero es gallego, gordo, creo que tuerto, y no existe. HO escribe de miedo y salta de un lado a otro de la realidad aprovechando su peculiar no existencia. Podría llenar lineas sobre HO, a favor o en contra, pero al final solo se resumiría en una cosa: Envidio como escribe HO. Aunque no exista. En esta ocasión, con su permiso, escuchemos su recuerdo sobre la niñez , uno de los recuerdos que él mismo se inventó.
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Nuestras vidas comenzaron a cambiar, imperceptiblemente, aquel día festivo en que Hulk entró en el Mont Blanc, mirando hacia ninguna parte.
El Mont Blanc estaba al final de la calle de Rubine, en la última línea de casas que mira a la playa de Riazor y al mar y a América. Era un local grande en forma de ele donde, al entrar, los niños éramos recibidos por las mesas de futbolín y algunos otros juegos antes de llegar al viraje que, a la derecha, nos llevaba al sacta santorum, la pared en la que se alineaban los flipper. En aquel entonces las máquinas eran mecánicas, con muy poca electrónica que no fuesen los juegos de luces, y con diez mil puntos se conseguía una partida gratis, con veinte mil se convertía la jornada en histórica y con treinta mil se era Dios. Era un lugar genial con el que nosotros cerrábamos nuestras citas. No eran aún los años del vino ni de las chicas ni de las atormentadas amistades de la adolescencia. Todavía llevábamos pantalón corto y uniforme colegial. Estábamos, sí, en el camino de las niñas de la Compañía de María, unos cientos de metros más allá. Pero, en aquel entonces, las únicas responsables de que una chica (excepción hecha
de La Beba) entrase en el Mont Blanc eran la lluvia o la pleamar, tan cercana, que las obligase a reposar en un portal o en algún local para no mojarse demasiado. En las paredes había fotos de los Beatles y de Elvis Presley y los mayores metían monedas en la sinfonola para escuchar a los
Four Tops y a los Bravos. Y con eso quedábamos, no con los amigos. Salíamos de casa en la primera tarde y nos íbamos allí a pasar las horas, conscientes de que todos nosotros atenderíamos, en un momento u otro, la llamada de Mike Kennedy y los muñecos de madera de los futbolines, pintados, casi todos, del blanco del Real Madrid y las rayas del Atlético. Allí dentro, economizábamos en un lento discurrir del ocio los dos o tres duros que a cada uno nos
habían dado nuestros padres. Allí aprendimos nuestras primeras lecciones sobre nosotros mismos y sobre los demás. El Mont Blanc era nuestra escuela y a todos, supongo, su recuerdo se nos fue pudriendo conforme fuimos olvidando lo que allí habíamos aprendido.
El Mont Blanc tenía sus reglas. En la mesa del Barça-Madrid, la más cercana a la puerta, estaba prohibido rematar haciendo girar locamente a los jugadores porque eso a menudo sacaba la bola de barro de la mesa y podía incluso sacarla a la calle. Y, cada vez que eso pasaba, el Señor Ramiro, el escéptico vigilante, despertaba de su letargo para echar con cajas destempladas al responsable, que se veía abocado a un destierro de tres o cuatro días. Tampoco se podía patear la sinfonola ni dar golpes en el cristal de los flipper. Y, sobre todo, había que respetar la interna,
tácita, jerarquía de jugadores. Por ejemplo, si mis amigos y yo llegábamos a un futbolín al mismo tiempo que Molleda y los suyos, ellos jugarían antes y cuantas veces les apeteciese, porque nosotros sólo teníamos ocho años y, además, Molleda era el mejor rematador desde la defensa que jamás pisó el Mont Blanc. Molleda, asimismo, quizá tuviera que ceder turno a López López y
su pandilla, porque no eran tan buenos como él, pero eran aún mayores y muy bravucones. Pero nunca había peleas en el Mont Blanc, porque todo el mundo respetaba las normas. Exactamente igual que sabíamos que a las nueve menos cuarto teníamos que marcharnos la mayoría para estar a las nueve en casa, sabíamos que cada uno de los juegos, cada una de las máquinas, tenía su lista de propietarios, y la respetábamos.
Por encima de todas estas reglas estaba Amable y su flipper, el Mistery Bonus. No es que tuviera Amable preeminencia sobre cualquiera a la hora de jugar al Misterio. Es que aquella máquina era suya. Otros, con el tiempo, llegaban a dominar los mecánicos secretos de nuestro juego preferido, pero lo de Amable, más que dominio, era íntima identificación. Parecía haber nacido jugando al Misterio. Todos coincidíamos en que aquel flipper era el más complicado de todo el Mont Blanc porque, así como otros se basaban en derribar barreras y meter la bola por pasillos, éste tenía todo eso y una novedad que lo hacía absolutamente especial. En la pantalla frontal del juego había una especie de ruleta con una flecha que daba vueltas constantemente. La flecha sólo se paraba cuando se conseguía meter la bola en un agujero determinado, tapado por una barrera que sólo se bajaba tras haber conseguido antes complicadas combinaciones de cosas. Cuando la flecha se paraba se obtenía lo que en ese momento estuviese señalando. La mayor parte de la circunferencia estaba ocupada por premios menores, pero había pequeños trozos en los que se podía conseguir una partida gratis, o un
montón de puntos, o el inquietante Misterio (que daba nombre al juego) y que nunca se sabía lo que podía ser. O sea, el flipper más complicado al que he jugado nunca pues, además de estar pendiente de la bola, había que tener un ojo en la ruleta para tratar de colar la bola en el agujero en un momento propicio.
Por si eso fuera poco, el maldito agujero estaba en la esquina superior izquierda del tablero, detrás de la barrera que antes había que bajar y al fondo de un pasillo intrincado. La entrada del pasillo era tan pequeña que era necesario que el tiro fuese absolutamente preciso. Y luego estaba lo de la potencia. Si la bola iba demasiado fuerte, era prácticamente imposible que no rebotase con algo y regresase hacia abajo sin haber entrado. Si iba demasiado floja, simplemente no llegaba. Los pequeños del Mont Blanc habíamos visto muchas veces a los chicos que jugaban al Misterio sentirse orgullosos de haber parado la ruleta un par de veces en una tarde, después de haber gastado monedas en siete u ocho partidas. Pero Amable era capaz de pararla hasta diez veces en una sola partida de cinco bolas.
Nadie era capaz de hacer ni la mitad de la puntuación que hacía Amable. Nunca le vimos marcharse del Mont Blanc, ese sitio en el que treinta mil puntos te ingresaban en la divinidad, sin haberse hecho un par de partidas de treinta y tantos mil, de cuarenta mil, de cincuenta mil puntos incluso. Pero es que nadie era capaz de jugar como él, a nadie la máquina le permitía tratarla como lo hacía Amable. Cuando él metía el duro en la ranura y encendía la primera partida, colocaba ambas manos en los laterales, arqueaba el cuerpo hacia adelante para tener las caderas bien pegadas a la caja del flipper y comenzaba a moverse. Golpeaba la bola con los flippers accionados
por sus dedos y dominaba la máquina con las caderas. Cualquier otro simplemente suspiraba encima del cristal y ya se había encendido la temida TILT que bloqueaba el tablero y señalaba que esa bola estaba perdida por haber movido la máquina. Pero Amable la desplazaba sin sufrir penalización. Era como si supiese en cada momento lo que la máquina quería que hiciese. Así que llevaba la bola adonde quería, nunca la perdía, y todos teníamos la sensación de que, finalmente, la dejaba marcharse por mero aburrimiento. Y, por último, estaba su toque, el toque de Amable, eso que nadie más que él sabía hacer y que era su gran secreto.
Ya he dicho que el acceso al agujero de la ruleta era complicado y difícil. A los demás jugadores eso les ponía nerviosos y, por eso, en el caso de que lograsen bajar la barrera se dedicaban a llevarse la bola hacia el flipper derecho y disparar con saña de histérico hacia aquel lugar. Su rabia bombardeaba sin misericordia aquella esquina, pero era esa fuerza la que, precisamente, les hacía fracasar casi siempre (en el caso de que hubiesen acertado con la puntería). Pero no Amable. En primer lugar, Amable no erraba nunca el tiro. Cuando quería tirar hacia allí, tiraba con precisión matemática. En segundo lugar, nunca lo hacía con violencia. Utilizaba su
toque. Con sus caderas hacía que la bola entrase por el pasillo que conducía
al flipper derecho, levantaba éste para hacerla reposar y luego, nada más bajarlo para dejar caer el acero daba un ligerísimo toque de dedo en el botón de manera que el flipper apenas se movía. Como un leve latigazo, siempre en el mismo sitio, siempre con la misma fuerza. Y la bola subía despacio, despacio, tan despacio que parecía que no iba a llegar. Y, sin embargo, hacía su angustioso camino hacia la esquina superior izquierda, traspasaba mansamente la entrada del pasillo donde antes había estado la
barrera y, una vez dentro, subía trabajosamente, como queriendo regresar, hasta caer, con un leve clac, en el agujero. Entonces la ruleta se paraba y descubríamos que Amable era capaz de hacer todo eso (empujar la bola por el pasillo adecuado, pararla, dejarla caer y golpearla con su toque) con la vista puesta en el panel frontal donde la flecha daba vueltas y vueltas. Porque era a él, sólo a él, al que esa máquina le regalaba cinco mil puntos, o una partida gratis, o el Misterio; lo que él hubiese querido obtener en cada momento. Los amigos, los niños, el público, en una palabra, solíamos rodear la máquina aunque sin tocarla cuando él jugaba y hacía aquellas
cosas. Cada tarde era un reto, un desafío. Y cada tarde Amable cumplía con creces. Por eso nunca tenía que esperar para jugar a su máquina. Porque era más que Dios, más que Franco, más que un padre; era Amable, el mejor jugador de Misterio del mundo.
Aunque admirábamos a Amable por más cosas. En primer lugar, porque era libre. Aunque en aquel entonces no tendría más de catorce años, para él no existían las reglas horarias que los demás teníamos que respetar. Nadie sabía muy bien por qué, pero lo cierto es que cuando todos nos marchábamos a casa, algunas veces temiendo que esa última partida inusitadamente prolongada nos provocase una bronca, él se quedaba, tranquilo, dando golpes de cadera a su Misterio. O no tenía padres o estaban hechos de una pasta diferente a los demás. Quienes decían conocerle informaban de que sólo iba al instituto de vez en cuando y que nadie parecía controlar sus movimientos.
En nuestra particular mitología de infancia, aquello equivalía a ocupar la cumbre el Olimpo. Supongo que todos habríamos querido saber más de él, pero nunca dio pábulo. Para él sólo existían dos cosas en la vida: el Misterio y la Beba. El resto, hasta los pocos amigos que tenía en el Mont Blanc, era superfluo.
La segunda razón para admirarlo era la Beba, la única chica del Mont Blanc. Tan bella como inaccesible, tan interesante como difícil. Era una chica de la misma edad que Amable, baja, delgada y proporcionada. En una ciudad doctorada en crear cuerpos lechosos a fuerza de despedir el sol desde octubre hasta mayo, la Beba destacaba por su tez morena y su pelo de azabache, largo y liso como un río tranquilo. Los chicos más mayores suspiraban por ella haciendo comentarios en voz baja que los pequeños
repetíamos sin conocer muy bien su significado, tan sólo porque decir esas palabras era acelerar el crecimiento. De todas formas nosotros, por nuestra parte, también la admirábamos aunque por razones diferentes. La Beba jugaba al futbolín casi como Molleda y su destreza matando naves espaciales no le envidiaba nada a la de Marquiegui. En el juego de video del ping-pong, la verdadera estrella de aquellos años, era capaz, con suerte, de derrotar a cualquiera. Todo eso lo hacía conservando su olor característico, diferente al de todos, y sus gestos especiales, y esa forma de andar entre saltarina y soberbia que fuerzan los tacones. Era la Beba y a la vez era una chica más, uno de esos seres para los que el Mont Blanc no existía, y eso la convertía en un espécimen diferente, hasta cierto punto admirable. Si a todo eso le
unimos su deferente distancia, esa estrategia continuada de reducir sus contactos a la escasa pandilla de Amable, eso que hacía que cazar una mirada suya, un comentario o una sonrisa, era como obtener un caro trofeo, si unimos todo eso, pues, tendremos los porqués que explican que la Beba fuese, en el fondo, el alma de aquel local. Un alma inalcanzable, permanentemente en manos del más fuerte, el astro del Misterio, Amable el silencioso. Teníamos un líder que no quería serlo, que sólo quería seguir dando golpes de cadera a su máquina mientras su novia sorbía una Coca-Cola y miraba al tablero con la indiferencia de quien sabe lo que va a pasar y puede prever
los movimientos de una bola que no es libre en absoluto porque sus destinos
los rige el más poderoso jugador de flipper de todos los tiempos. En medio de la familiar multitud del local ellos querían estar solos y no ser molestados. Con el tiempo comprendimos eso y añadimos a la nómina de nuestras diversiones, tras habernos gastado la paga propia, acercarnos por el fondo del Mont Blanc para contemplar la última hazaña de nuestro héroe pero sin molestarlo, ni a él ni a su novia, con confianzas sobradas. Amable soportaba su mando con estoicismo.
La tarde de Navidad de 1973, Hulk apareció por el Mont Blanc.
Lo bautizamos así porque era tan moreno que era verde. Y porque era enorme, de hombros muy anchos. También era mucho más mayor que cualquiera de nosotros, quizá veintiuno o veintidós. Llevaba una chupa de cuero que le hacía parecer un insecto silencioso y tenía una mirada fría como un reproche. Caminaba contoneándose. Lo vimos entrar en el local y parecía que el espacio entre los futbolines no le alcanzaba para pasar. Tenía un pelo ralo y abundante que le caía sobre los hombros y unas manazas que en seguida nos impresionaron. De ese tipo de personas que no desentonan en un lugar como aquél ni en otros mucho peores. Tenía las piernas arqueadas y sus
gestos eran lentos, estudiados. En la calle, cualquiera de nosotros habría cambiado de acera por no cruzárselo. Era Navidad. El día grande. A todos nos rebosaban los bolsillos de aguinaldos. La mejor tarde del año porque todos teníamos dinero más que
suficiente como para estar allí llenando el ocio de una continua serie de buenos momentos, en otras ocasiones breves y escogidos. Llevábamos ya horas jugando a esto y a lo otro, la calefacción excesiva nos había hecho arder los rostros y no nos dábamos cuenta de que afuera ya se hacía de noche. El Mont Blanc no se detuvo porque entrase Hulk, siguió latiendo asimétricamente con los golpes de las bolas del futbolín y los tintineos cantarines de los bumper de las máquinas. Pero, quien más quien menos, volvió levemente la cabeza para ver pasar a aquel gigantón, que andaba parsimoniosamente hacia el fondo del local, sin fijarse en nada. Recuerdo aquella tarde porque yo estaba allí, muy cerca del final, permitiéndome el lujo extremo de tomarme una Coca-Cola para mí solo. Había estado admirando a Amable, que minutos antes había visto caer por el agujero definitivo la quinta bola de una partida desgraciada. En la anterior había hecho quince mil puntos, pero la partida que la máquina le dio fue un desastre. Justo mientras Hulk se veía venir por el ancho pasillo, Amable había rebuscado en sus bolsillos en busca de monedas. Entonces los flipper costaban tres pesetas una partida, un duro dos. Escarbó sus bolsillos
nerviosamente, consciente de que tenía que seguir jugando, de que su pequeño honor privado estaba en juego. Encontró cinco duros, así que dejó su jersey encima de la máquina (una innecesaria forma de “marcarla” para que no se la quitaran) y se fue hacia el puesto del Señor Ramiro, a por cambio.
En ese momento, Hulk violó las reglas.
Se acercó al Misterio, se colocó frente a él, miró a la Beba que estaba allí, al lado de la máquina, sonrió con sonrisa de chulo. Y echó tres pesetas. La primera bola de su partida saltó al pasillo del tirador cuando Amable volvía. Y fue a decir algo, tal vez a tocarlo. Yo estaba allí. Estaba allí, y vi la mirada de la Beba, como advirtiéndole de un peligro inminente. Casi por intuición, Hulk se volvió, se encaró con Amable y volvió a sonreír.
- ¿Estabas tú?
Amable asintió con la cabeza, pálido.
- Oh. Pero no te importa, ¿verdad?
Amable ni siquiera contestó, así que Hulk se volvió lentamente y accionó el tirador, comenzando su partida. Los que allí estábamos nos miramos. Supongo que tratábamos de comprender la racionalidad de la escena, pues por muchas tradiciones que tuviese el Mont Blanc, aquél era un hombre hecho y derecho, con evidente aspecto de pendenciero además, y poca cosa podía hacer un adolescente de catorce años contra eso. Pero ni yo ni otros parecimos aceptarlo. Nos movíamos nerviosos, como el cachorro que teme que una alimaña invada su nido.
Hulk era muy bueno. También él parecía saber cómo empujar a la máquina para que le respondiera. Debió de estar veinte minutos con la primera bola. Fue consiguiendo todos los bonus, todos los multiplicadores. Con exactitud de cirujano iba abriendo una puerta tras otra, corriendo la bola por las espirales cada vez que eso daba puntos. Se le marchó esa bola después de que un bumper la mandase al mismo centro de la mesa, desde donde cayó, a plomo, por el mismo centro entre los dos flipper. Pero no se arredró. Con la segunda bola se aplicó a dar valor a los puntos acumulados, con algo más de cuidado no fuese que hiciese TILT y, cuando se le marchó por un lateral,
impulsó la tercera hacia la mesa para aplicarse en obtener multiplicadores.
Una jugada maestra. Los novatos solíamos obsesionarnos con los multiplicadores que, al final de la bola, aumentaban los puntos acumulados por dos, por cuatro, por seis, por ocho o por diez. Pero lo inteligente era hacer lo que hizo Hulk: primero conseguir que cada punto acumulado valiese, en lugar de diez o cincuenta puntos, cien, doscientos, doscientos cincuenta puntos. Una vez conseguido eso, si se seguían acumulando puntos pero además se conseguía el multiplicador superior, al final de la bola la puntuación total se dispararía. Y eso fue lo que pasó. La tercera bola se marchó tras lo que pareció un error casi tonto del jugador y en el panel frontal la
cuenta trepó hasta los veinte mil puntos. Sonó el golpe seco que hacía la máquina cuando daba partida gratis.
Las otras dos bolas de Hulk fueron una pelea constante con el pasillo de la ruleta. Había conseguido bajar la barrera en la bola anterior y ahora tenía la oportunidad. Aquel gigante también jugaba con un ojo puesto en la flecha en movimiento, buscando el momento ideal. Pero el pasillo se le resistía. Como no se había quitado la cazadora de cuero, a esas alturas Hulk sudaba copiosamente. Disparaba con el flipper derecho inmisericordemente, pero demasiado fuerte. La bola rebotaba, chocaba incluso con el cristal con un chasquido que amenazaba con romperlo. Botaba la bola de acero como sin dueño, pero Hulk maniobraba con sus caderas, olvidado ya de bonus y
multiplos y demás, para traerla al pasillo adecuado y volver a tenerla cautiva, dispuesta para el disparo.
Casi media hora duraron esas dos bolas en las que porfió sin descanso sin conseguir nada. Cada vez que tiraba emitía un gruñido de insatisfacción. Su cara enrojeció y sus ojos se inyectaron de sangre. Todos entendimos que aquella partida era más que una partida. Y que el objetivo era algo más que lo que ya había conseguido, esto es la partida gratis.
Hulk quería el récord. Probablemente no sabía cuál era (cincuenta mil puntos), pero quería batirlo. Tenía ya unos treinta mil puntos, suficiente como para salir en hombros del Mont Blanc, pero no le bastaba. Con una sola bola, sabía que multiplicando no llegaría. Necesitaba la ruleta, incluso varias veces. Pero no lo conseguía y su moral, todos los veíamos, comenzaba a mellarse. Yo lo observaba como embobado, tenía la sensación de que sabía lo que estaba pensando. Recuerdo muy bien que cuando cautivó la bola con el flipper derecho por enésima vez, se tomó un respiro, miró a sus pies y suspiró profundamente, tuve la certeza de que acertaría. Y eso hizo. La bola bajó por el pequeño mando, hasta la punta. Incluso pareció que Hulk
la iba dejar irse. En el último momento le dio un golpe brutal que hizo temblar la mesa y ocurrió algo que nunca nadie, nadie, ni siquiera Amable, había hecho. La bola se fue directa hacia un bumper lateral, una seta envejecida en la que la bola rebotaba con poca fuerza. Allí perdió gran parte de la energía con que había sido enviada y, casi inexplicablemente, rebotó hacia arriba y hacia la izquierda. Lenta, humildemente. En la dirección exacta. Justo frente al agujero de entrada. Traspasó las puertas, subió el pasillo ya casi sin fuerzas y, finalmente, se posó sin ruido en el agujero ambicionado. La ruleta se paró. La flecha apuntaba al Misterio.
Y la máquina se volvió loca.
Cinco minutos más tarde, un agotado Hulk dejaba caer la bola. En el tablero se leía: 63.000 puntos. Más de lo que nadie había hecho nunca, y él lo sabía. Sonreía, ahora, abiertamente. Se atusó la chupa, se volvió y miró de nuevo a Amable, que seguía allí, de pie, como si supiera lo que iba a pasar.
- Tu turno.
Fue todo lo que dijo. Amable estaba ya blanco como la cera.
- No... no me apetece jugar.
- Y unos cojones. Tu turno.
Los niños nos mirábamos sin lograr entender por qué Amable se achantaba. El reto era increíble, pero tenía que aceptarlo. Pero a Amable le temblaban las rodillas. Miraba a la Beba y le temblaban las rodillas. Pero Hulk no cedió ni la mirada ni la actitud. Así que Amable terminó frente al Misterio, impulsando con el tirador su primera bola. Hulk se había retirado al lateral de la máquina, junto a la Beba.
Nada más salir la bola del pasillo del tirador, Hulk dio un brutal golpe de cadera a la máquina que la desplazó. Se encendió el TILT, las luces se apagaron y la bola bajó. Nadie se atrevió a decir nada. Hulk y Amable se miraban directamente, como si no pudiesen despegarse el uno del otro. Amable intentó decir algo, pero fue Hulk quien habló.
- ¿No eres el campeón? Pues demuéstralo, coño...
Rodeado por el silencio de los espectadores, el silencio del miedo, Amable vio cómo Hulk repetía el mismo golpe de cadera tres veces más. No hubo palabras. Supongo que todos entendíamos. Hulk se reía sordamente e inutilizaba las bolas de Amable sin oposición. Cuando la quinta bola se posó en el pasillo del tirador, Hulk se retiró de la cercanía de la máquina y elevó la voz para que todo el local le oyese.
- Veamos ahora qué es capaz de hacer el campeón con su última bola.
Dicen algunos psicólogos que sólo hay una forma de conseguir que un hombre salte más de tres metros de altura: que lo persigan otros treinta con la intención de matarlo. Quizá sea cierto que ante la adversidad más profunda el ser humano saca de sí lo mejor de sí mismo. O, quizás, tan sólo Amable, en aquel callejón sin salida, decidió jugársela como él sabía. Fue una sola bola, pero una bola increíble. Amable fue cumpliendo etapas meticulosamente. Primero hinchó los puntos acumulados y después agotó los multiplicadores; hizo todo esto y parecía estar cumpliendo un compromiso. Después fue abatiendo todas las combinaciones, una a una, que daban premios especiales, puntos, y todo lo demás. Estuvo más de treinta minutos llevando la bola de un sitio a otro sin confundirse. A veces la fuerza que tenía que imprimir a
los golpes disparaba la bola y parecía ponerla en peligro de irse por un pasillo lateral o por el centro. Pero las caderas de Amable funcionaban como un reloj y a todos nos daba la impresión de que el propio Misterio tenía vida y quería ayudarle. Hacíamos cábalas. Aunque el tablero marcaba doce mil puntos (o sea, partida gratis, pero ya nadie se fijaba en eso), los puntos acumulados y el multiplicador debían de tenerse en torno a los treinta y cinco mil, o así. Entonces Amable abatió tres de cuatro dianas de un panel lateral izquierdo y desistió, todos lo vimos, de abatir el cuarto. La gente se miró nerviosa, porque había comprendido. Existía una combinación extraña, que ni el mismo Amable utilizaba a menudo. Él porque no le hacía falta, los
demás porque era demasiado para nosotros. Paró la bola con el flipper izquierdo, reposó dos segundos, la dejó caer, la disparó con elegancia, y la bola recorrió el serpentín derecho para bajar como una bala hacia el flipper derecho donde Amable, en lugar de recogerla como hacíamos todos, dio un extraño golpe de bolea, a bote pronto, que la disparó hacia la izquierda. Impactó directamente en la diana que quedaba en pie. Bola gratis. Cuando Amable perdió aquella teórica última bola, la máquina contó y contó y contó hasta pararse en cuarenta y un mil puntos. Hulk no movió ni un solo
músculo. Ahora Amable estaba donde había estado Hulk antes. Tras unos pases de
tanteo, como para calentarse, tomó una decisión, la decisión, y paró la bola con su mando derecho. La dejó caer y, en el punto justo, el leve toque casi imperceptible, el toque de Amable. Tan leve, tan leve, que no fue nada. Por primera vez, el flipper ni se movió. La bola cayó entre los mandos, camino del agujero final. Miré al rostro de Amable y era el retrato de la incredulidad. Que yo sepa, jamás le había pasado eso. Había perdido. La bola se iba, traspasadas ya las fronteras donde un jugador puede hacer algo. Nuestros corazones se pararon. Y entonces el campeón enloqueció.
Los novatos y los poco duchos solíamos hacer eso. Cuando la bola se nos escapaba, accionábamos como posesos los flipper, moviéndolos constantemente, y movíamos también la máquina, pues ya la TILT poco importaba, tratando de recuperar la esfera de acero. Nunca lo conseguíamos, claro; todo lo que ganábamos era una bronca del Señor Ramiro por maltratar el aparato. Pero nunca, ni antes, ni después, vi a nadie golpear con tanta saña los laterales del Misterio o de cualquier otro pinball como Amable aquella tarde. Sus denodados esfuerzos sonaron como una carraca y las patas del Misterio
gimieron en el suelo. Pero la bola salió hacia arriba e, inexplicablemente (o quizás porque esa máquina, en verdad, tenía sentimientos) no se encendió el TILT. Amable recogió la bola, trató de apartarse de la máquina sin dejar de apretar el botón que la mantenía viva, y bufó. Lloraba. Comenzó a intentar colar la bola por el pasillo maldito. Pero lo hacía como cualquier otro, disparando con fuerza. Y, claro, no lo consiguió. Estuvo así un buen rato y todos notábamos cómo la moral se le escapaba. Respirábamos su miedo a intentar repetir su toque, a volver a ser él, a no dejar de ser él. Ya casi nadie jugaba en otras máquinas. Todos lo estábamos mirando. Los
bumper se reían de él con sus campanillas, las luces lo atormentaban. Una y otra vez, lo intentaba, lo intentaba, lo intentaba. Y fallaba. Miré a la Beba. Ella también estaba llorando. Alcanzaba lentamente ese punto en el que la tristeza estalla hasta llegar al clímax. Y en un momento llegó. La chica miró a Amable, después miró a Hulk, que seguía impertérrito, y después otra vez a Amable. Con un gesto eléctrico, agarró suavemente el brazo izquierdo de su chico.
- Amable, joder, Amable...
No dijo más. Él la miró con un pozo de ternura en las pestañas y, repentinamente, pareció respirar mejor. La bola estaba, una vez más, cautiva en el flipper derecho. Cayó lentamente, como nunca. Al pasar por el centro del mando, el lugar mágico, sonó un golpecito y el mando, esta vez sí, obedeció. Puerta. Pasillo. Agujero. Misterio. 66.000 puntos.
Amable ya no intentó jugar después de eso. La bola salió del pasillo y él mismo, con un golpe excesivo, hizo TILT. No sonreía. Ni siquiera había dejado de llorar. Todos miramos a Hulk. Su rostro se había endurecido, pero no se movía. Allí nadie se movía. Finalmente, el retador alargó un brazo, apartó suavemente a la Beba y salió del lateral de la máquina. Miró muy fijo a Amable, pero esta vez no sonrió. Y después, sin mediar palabra, se colocó frente a la máquina, levantó el puño derecho y descargó un golpe brutal sobre la mesa. El cristal se partió en añicos y los bumper saltaron,
burlones, para caer en el suelo, a nuestros pies.
El Señor Ramiro se acercó hecho un basilisco. Pero Hulk ni se inmutó. Cuando lo tuvo cerca, siempre con gestos parsimoniosos, metió la mano en el bolsillo interior de su cazadora, sacó una navaja, accionó la hoja presionando un botón y se la puso en el cuello al pobre viejo. El silencio continuó. Sin prisas, Hulk guardó la navaja y se marchó tan lentamente como había venido.
Allí estábamos los de siempre. Estaba el tímido Burgos, torpe, taimado y constante. Y Fachado, con su chillona voz. Y Héctor Otero, que hacía trampas en el futbolín impulsando la barra de sus jugadores buscando darle al contrario en los cojones y que, ya entonces, sentía pasión por los aviones de guerra de los videojuegos. Y estaba yo, claro. A mis tres colegas me gustaría poder preguntarles qué aprendieron esa tarde. Y contarles que yo aprendí lo que es ser mayor. Aunque no fue allí. Fue una hora más tarde, cuando regresaba a mi casa y en el portal escuché un llanto entrecortado. Y, por pura casualidad, me encontré allí dentro, en la oscuridad, a la Beba que lloraba sola y a moco tendido. Fue la primera mujer (quizá la última) por
quien sentí ternura, esa ternura infantil que luego perdemos. Me desesperó aquella inesperada fragilidad tras el triunfo. Aunque yo me sentía a años-luz de aquel símbolo, no pude evitar sentarme a su lado y esperar, sin atreverme a tocarla. Ella lloró a gusto durante bastante rato hasta que se calmó en un caleidoscopio de hipos. Yo no dije nada, como no dije nada cuando se levantó y se marchó. Como no dije nada cuando, ya en la puerta de mi portal, se volvió y me miró por última vez.
- No era el Misterio, ¿sabes? Era yo..., joder, era yo...
Nunca volví a verla. Ni a ella, ni a Amable, porque no regresaron al Mont Blanc. Tampoco regresó el Misterio. En su lugar pusieron una máquina más nueva, más cara, con más puntuación. Después vino otra, y después otra, y después otra. Pero yo apenas jugué con ellas.
Supongo que, de alguna forma, había aprendido que hay cosas en la vida más valiosas que 66.000 puntos.
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Nuestras vidas comenzaron a cambiar, imperceptiblemente, aquel día festivo en que Hulk entró en el Mont Blanc, mirando hacia ninguna parte.
El Mont Blanc estaba al final de la calle de Rubine, en la última línea de casas que mira a la playa de Riazor y al mar y a América. Era un local grande en forma de ele donde, al entrar, los niños éramos recibidos por las mesas de futbolín y algunos otros juegos antes de llegar al viraje que, a la derecha, nos llevaba al sacta santorum, la pared en la que se alineaban los flipper. En aquel entonces las máquinas eran mecánicas, con muy poca electrónica que no fuesen los juegos de luces, y con diez mil puntos se conseguía una partida gratis, con veinte mil se convertía la jornada en histórica y con treinta mil se era Dios. Era un lugar genial con el que nosotros cerrábamos nuestras citas. No eran aún los años del vino ni de las chicas ni de las atormentadas amistades de la adolescencia. Todavía llevábamos pantalón corto y uniforme colegial. Estábamos, sí, en el camino de las niñas de la Compañía de María, unos cientos de metros más allá. Pero, en aquel entonces, las únicas responsables de que una chica (excepción hecha
de La Beba) entrase en el Mont Blanc eran la lluvia o la pleamar, tan cercana, que las obligase a reposar en un portal o en algún local para no mojarse demasiado. En las paredes había fotos de los Beatles y de Elvis Presley y los mayores metían monedas en la sinfonola para escuchar a los
Four Tops y a los Bravos. Y con eso quedábamos, no con los amigos. Salíamos de casa en la primera tarde y nos íbamos allí a pasar las horas, conscientes de que todos nosotros atenderíamos, en un momento u otro, la llamada de Mike Kennedy y los muñecos de madera de los futbolines, pintados, casi todos, del blanco del Real Madrid y las rayas del Atlético. Allí dentro, economizábamos en un lento discurrir del ocio los dos o tres duros que a cada uno nos
habían dado nuestros padres. Allí aprendimos nuestras primeras lecciones sobre nosotros mismos y sobre los demás. El Mont Blanc era nuestra escuela y a todos, supongo, su recuerdo se nos fue pudriendo conforme fuimos olvidando lo que allí habíamos aprendido.
El Mont Blanc tenía sus reglas. En la mesa del Barça-Madrid, la más cercana a la puerta, estaba prohibido rematar haciendo girar locamente a los jugadores porque eso a menudo sacaba la bola de barro de la mesa y podía incluso sacarla a la calle. Y, cada vez que eso pasaba, el Señor Ramiro, el escéptico vigilante, despertaba de su letargo para echar con cajas destempladas al responsable, que se veía abocado a un destierro de tres o cuatro días. Tampoco se podía patear la sinfonola ni dar golpes en el cristal de los flipper. Y, sobre todo, había que respetar la interna,
tácita, jerarquía de jugadores. Por ejemplo, si mis amigos y yo llegábamos a un futbolín al mismo tiempo que Molleda y los suyos, ellos jugarían antes y cuantas veces les apeteciese, porque nosotros sólo teníamos ocho años y, además, Molleda era el mejor rematador desde la defensa que jamás pisó el Mont Blanc. Molleda, asimismo, quizá tuviera que ceder turno a López López y
su pandilla, porque no eran tan buenos como él, pero eran aún mayores y muy bravucones. Pero nunca había peleas en el Mont Blanc, porque todo el mundo respetaba las normas. Exactamente igual que sabíamos que a las nueve menos cuarto teníamos que marcharnos la mayoría para estar a las nueve en casa, sabíamos que cada uno de los juegos, cada una de las máquinas, tenía su lista de propietarios, y la respetábamos.
Por encima de todas estas reglas estaba Amable y su flipper, el Mistery Bonus. No es que tuviera Amable preeminencia sobre cualquiera a la hora de jugar al Misterio. Es que aquella máquina era suya. Otros, con el tiempo, llegaban a dominar los mecánicos secretos de nuestro juego preferido, pero lo de Amable, más que dominio, era íntima identificación. Parecía haber nacido jugando al Misterio. Todos coincidíamos en que aquel flipper era el más complicado de todo el Mont Blanc porque, así como otros se basaban en derribar barreras y meter la bola por pasillos, éste tenía todo eso y una novedad que lo hacía absolutamente especial. En la pantalla frontal del juego había una especie de ruleta con una flecha que daba vueltas constantemente. La flecha sólo se paraba cuando se conseguía meter la bola en un agujero determinado, tapado por una barrera que sólo se bajaba tras haber conseguido antes complicadas combinaciones de cosas. Cuando la flecha se paraba se obtenía lo que en ese momento estuviese señalando. La mayor parte de la circunferencia estaba ocupada por premios menores, pero había pequeños trozos en los que se podía conseguir una partida gratis, o un
montón de puntos, o el inquietante Misterio (que daba nombre al juego) y que nunca se sabía lo que podía ser. O sea, el flipper más complicado al que he jugado nunca pues, además de estar pendiente de la bola, había que tener un ojo en la ruleta para tratar de colar la bola en el agujero en un momento propicio.
Por si eso fuera poco, el maldito agujero estaba en la esquina superior izquierda del tablero, detrás de la barrera que antes había que bajar y al fondo de un pasillo intrincado. La entrada del pasillo era tan pequeña que era necesario que el tiro fuese absolutamente preciso. Y luego estaba lo de la potencia. Si la bola iba demasiado fuerte, era prácticamente imposible que no rebotase con algo y regresase hacia abajo sin haber entrado. Si iba demasiado floja, simplemente no llegaba. Los pequeños del Mont Blanc habíamos visto muchas veces a los chicos que jugaban al Misterio sentirse orgullosos de haber parado la ruleta un par de veces en una tarde, después de haber gastado monedas en siete u ocho partidas. Pero Amable era capaz de pararla hasta diez veces en una sola partida de cinco bolas.
Nadie era capaz de hacer ni la mitad de la puntuación que hacía Amable. Nunca le vimos marcharse del Mont Blanc, ese sitio en el que treinta mil puntos te ingresaban en la divinidad, sin haberse hecho un par de partidas de treinta y tantos mil, de cuarenta mil, de cincuenta mil puntos incluso. Pero es que nadie era capaz de jugar como él, a nadie la máquina le permitía tratarla como lo hacía Amable. Cuando él metía el duro en la ranura y encendía la primera partida, colocaba ambas manos en los laterales, arqueaba el cuerpo hacia adelante para tener las caderas bien pegadas a la caja del flipper y comenzaba a moverse. Golpeaba la bola con los flippers accionados
por sus dedos y dominaba la máquina con las caderas. Cualquier otro simplemente suspiraba encima del cristal y ya se había encendido la temida TILT que bloqueaba el tablero y señalaba que esa bola estaba perdida por haber movido la máquina. Pero Amable la desplazaba sin sufrir penalización. Era como si supiese en cada momento lo que la máquina quería que hiciese. Así que llevaba la bola adonde quería, nunca la perdía, y todos teníamos la sensación de que, finalmente, la dejaba marcharse por mero aburrimiento. Y, por último, estaba su toque, el toque de Amable, eso que nadie más que él sabía hacer y que era su gran secreto.
Ya he dicho que el acceso al agujero de la ruleta era complicado y difícil. A los demás jugadores eso les ponía nerviosos y, por eso, en el caso de que lograsen bajar la barrera se dedicaban a llevarse la bola hacia el flipper derecho y disparar con saña de histérico hacia aquel lugar. Su rabia bombardeaba sin misericordia aquella esquina, pero era esa fuerza la que, precisamente, les hacía fracasar casi siempre (en el caso de que hubiesen acertado con la puntería). Pero no Amable. En primer lugar, Amable no erraba nunca el tiro. Cuando quería tirar hacia allí, tiraba con precisión matemática. En segundo lugar, nunca lo hacía con violencia. Utilizaba su
toque. Con sus caderas hacía que la bola entrase por el pasillo que conducía
al flipper derecho, levantaba éste para hacerla reposar y luego, nada más bajarlo para dejar caer el acero daba un ligerísimo toque de dedo en el botón de manera que el flipper apenas se movía. Como un leve latigazo, siempre en el mismo sitio, siempre con la misma fuerza. Y la bola subía despacio, despacio, tan despacio que parecía que no iba a llegar. Y, sin embargo, hacía su angustioso camino hacia la esquina superior izquierda, traspasaba mansamente la entrada del pasillo donde antes había estado la
barrera y, una vez dentro, subía trabajosamente, como queriendo regresar, hasta caer, con un leve clac, en el agujero. Entonces la ruleta se paraba y descubríamos que Amable era capaz de hacer todo eso (empujar la bola por el pasillo adecuado, pararla, dejarla caer y golpearla con su toque) con la vista puesta en el panel frontal donde la flecha daba vueltas y vueltas. Porque era a él, sólo a él, al que esa máquina le regalaba cinco mil puntos, o una partida gratis, o el Misterio; lo que él hubiese querido obtener en cada momento. Los amigos, los niños, el público, en una palabra, solíamos rodear la máquina aunque sin tocarla cuando él jugaba y hacía aquellas
cosas. Cada tarde era un reto, un desafío. Y cada tarde Amable cumplía con creces. Por eso nunca tenía que esperar para jugar a su máquina. Porque era más que Dios, más que Franco, más que un padre; era Amable, el mejor jugador de Misterio del mundo.
Aunque admirábamos a Amable por más cosas. En primer lugar, porque era libre. Aunque en aquel entonces no tendría más de catorce años, para él no existían las reglas horarias que los demás teníamos que respetar. Nadie sabía muy bien por qué, pero lo cierto es que cuando todos nos marchábamos a casa, algunas veces temiendo que esa última partida inusitadamente prolongada nos provocase una bronca, él se quedaba, tranquilo, dando golpes de cadera a su Misterio. O no tenía padres o estaban hechos de una pasta diferente a los demás. Quienes decían conocerle informaban de que sólo iba al instituto de vez en cuando y que nadie parecía controlar sus movimientos.
En nuestra particular mitología de infancia, aquello equivalía a ocupar la cumbre el Olimpo. Supongo que todos habríamos querido saber más de él, pero nunca dio pábulo. Para él sólo existían dos cosas en la vida: el Misterio y la Beba. El resto, hasta los pocos amigos que tenía en el Mont Blanc, era superfluo.
La segunda razón para admirarlo era la Beba, la única chica del Mont Blanc. Tan bella como inaccesible, tan interesante como difícil. Era una chica de la misma edad que Amable, baja, delgada y proporcionada. En una ciudad doctorada en crear cuerpos lechosos a fuerza de despedir el sol desde octubre hasta mayo, la Beba destacaba por su tez morena y su pelo de azabache, largo y liso como un río tranquilo. Los chicos más mayores suspiraban por ella haciendo comentarios en voz baja que los pequeños
repetíamos sin conocer muy bien su significado, tan sólo porque decir esas palabras era acelerar el crecimiento. De todas formas nosotros, por nuestra parte, también la admirábamos aunque por razones diferentes. La Beba jugaba al futbolín casi como Molleda y su destreza matando naves espaciales no le envidiaba nada a la de Marquiegui. En el juego de video del ping-pong, la verdadera estrella de aquellos años, era capaz, con suerte, de derrotar a cualquiera. Todo eso lo hacía conservando su olor característico, diferente al de todos, y sus gestos especiales, y esa forma de andar entre saltarina y soberbia que fuerzan los tacones. Era la Beba y a la vez era una chica más, uno de esos seres para los que el Mont Blanc no existía, y eso la convertía en un espécimen diferente, hasta cierto punto admirable. Si a todo eso le
unimos su deferente distancia, esa estrategia continuada de reducir sus contactos a la escasa pandilla de Amable, eso que hacía que cazar una mirada suya, un comentario o una sonrisa, era como obtener un caro trofeo, si unimos todo eso, pues, tendremos los porqués que explican que la Beba fuese, en el fondo, el alma de aquel local. Un alma inalcanzable, permanentemente en manos del más fuerte, el astro del Misterio, Amable el silencioso. Teníamos un líder que no quería serlo, que sólo quería seguir dando golpes de cadera a su máquina mientras su novia sorbía una Coca-Cola y miraba al tablero con la indiferencia de quien sabe lo que va a pasar y puede prever
los movimientos de una bola que no es libre en absoluto porque sus destinos
los rige el más poderoso jugador de flipper de todos los tiempos. En medio de la familiar multitud del local ellos querían estar solos y no ser molestados. Con el tiempo comprendimos eso y añadimos a la nómina de nuestras diversiones, tras habernos gastado la paga propia, acercarnos por el fondo del Mont Blanc para contemplar la última hazaña de nuestro héroe pero sin molestarlo, ni a él ni a su novia, con confianzas sobradas. Amable soportaba su mando con estoicismo.
La tarde de Navidad de 1973, Hulk apareció por el Mont Blanc.
Lo bautizamos así porque era tan moreno que era verde. Y porque era enorme, de hombros muy anchos. También era mucho más mayor que cualquiera de nosotros, quizá veintiuno o veintidós. Llevaba una chupa de cuero que le hacía parecer un insecto silencioso y tenía una mirada fría como un reproche. Caminaba contoneándose. Lo vimos entrar en el local y parecía que el espacio entre los futbolines no le alcanzaba para pasar. Tenía un pelo ralo y abundante que le caía sobre los hombros y unas manazas que en seguida nos impresionaron. De ese tipo de personas que no desentonan en un lugar como aquél ni en otros mucho peores. Tenía las piernas arqueadas y sus
gestos eran lentos, estudiados. En la calle, cualquiera de nosotros habría cambiado de acera por no cruzárselo. Era Navidad. El día grande. A todos nos rebosaban los bolsillos de aguinaldos. La mejor tarde del año porque todos teníamos dinero más que
suficiente como para estar allí llenando el ocio de una continua serie de buenos momentos, en otras ocasiones breves y escogidos. Llevábamos ya horas jugando a esto y a lo otro, la calefacción excesiva nos había hecho arder los rostros y no nos dábamos cuenta de que afuera ya se hacía de noche. El Mont Blanc no se detuvo porque entrase Hulk, siguió latiendo asimétricamente con los golpes de las bolas del futbolín y los tintineos cantarines de los bumper de las máquinas. Pero, quien más quien menos, volvió levemente la cabeza para ver pasar a aquel gigantón, que andaba parsimoniosamente hacia el fondo del local, sin fijarse en nada. Recuerdo aquella tarde porque yo estaba allí, muy cerca del final, permitiéndome el lujo extremo de tomarme una Coca-Cola para mí solo. Había estado admirando a Amable, que minutos antes había visto caer por el agujero definitivo la quinta bola de una partida desgraciada. En la anterior había hecho quince mil puntos, pero la partida que la máquina le dio fue un desastre. Justo mientras Hulk se veía venir por el ancho pasillo, Amable había rebuscado en sus bolsillos en busca de monedas. Entonces los flipper costaban tres pesetas una partida, un duro dos. Escarbó sus bolsillos
nerviosamente, consciente de que tenía que seguir jugando, de que su pequeño honor privado estaba en juego. Encontró cinco duros, así que dejó su jersey encima de la máquina (una innecesaria forma de “marcarla” para que no se la quitaran) y se fue hacia el puesto del Señor Ramiro, a por cambio.
En ese momento, Hulk violó las reglas.
Se acercó al Misterio, se colocó frente a él, miró a la Beba que estaba allí, al lado de la máquina, sonrió con sonrisa de chulo. Y echó tres pesetas. La primera bola de su partida saltó al pasillo del tirador cuando Amable volvía. Y fue a decir algo, tal vez a tocarlo. Yo estaba allí. Estaba allí, y vi la mirada de la Beba, como advirtiéndole de un peligro inminente. Casi por intuición, Hulk se volvió, se encaró con Amable y volvió a sonreír.
- ¿Estabas tú?
Amable asintió con la cabeza, pálido.
- Oh. Pero no te importa, ¿verdad?
Amable ni siquiera contestó, así que Hulk se volvió lentamente y accionó el tirador, comenzando su partida. Los que allí estábamos nos miramos. Supongo que tratábamos de comprender la racionalidad de la escena, pues por muchas tradiciones que tuviese el Mont Blanc, aquél era un hombre hecho y derecho, con evidente aspecto de pendenciero además, y poca cosa podía hacer un adolescente de catorce años contra eso. Pero ni yo ni otros parecimos aceptarlo. Nos movíamos nerviosos, como el cachorro que teme que una alimaña invada su nido.
Hulk era muy bueno. También él parecía saber cómo empujar a la máquina para que le respondiera. Debió de estar veinte minutos con la primera bola. Fue consiguiendo todos los bonus, todos los multiplicadores. Con exactitud de cirujano iba abriendo una puerta tras otra, corriendo la bola por las espirales cada vez que eso daba puntos. Se le marchó esa bola después de que un bumper la mandase al mismo centro de la mesa, desde donde cayó, a plomo, por el mismo centro entre los dos flipper. Pero no se arredró. Con la segunda bola se aplicó a dar valor a los puntos acumulados, con algo más de cuidado no fuese que hiciese TILT y, cuando se le marchó por un lateral,
impulsó la tercera hacia la mesa para aplicarse en obtener multiplicadores.
Una jugada maestra. Los novatos solíamos obsesionarnos con los multiplicadores que, al final de la bola, aumentaban los puntos acumulados por dos, por cuatro, por seis, por ocho o por diez. Pero lo inteligente era hacer lo que hizo Hulk: primero conseguir que cada punto acumulado valiese, en lugar de diez o cincuenta puntos, cien, doscientos, doscientos cincuenta puntos. Una vez conseguido eso, si se seguían acumulando puntos pero además se conseguía el multiplicador superior, al final de la bola la puntuación total se dispararía. Y eso fue lo que pasó. La tercera bola se marchó tras lo que pareció un error casi tonto del jugador y en el panel frontal la
cuenta trepó hasta los veinte mil puntos. Sonó el golpe seco que hacía la máquina cuando daba partida gratis.
Las otras dos bolas de Hulk fueron una pelea constante con el pasillo de la ruleta. Había conseguido bajar la barrera en la bola anterior y ahora tenía la oportunidad. Aquel gigante también jugaba con un ojo puesto en la flecha en movimiento, buscando el momento ideal. Pero el pasillo se le resistía. Como no se había quitado la cazadora de cuero, a esas alturas Hulk sudaba copiosamente. Disparaba con el flipper derecho inmisericordemente, pero demasiado fuerte. La bola rebotaba, chocaba incluso con el cristal con un chasquido que amenazaba con romperlo. Botaba la bola de acero como sin dueño, pero Hulk maniobraba con sus caderas, olvidado ya de bonus y
multiplos y demás, para traerla al pasillo adecuado y volver a tenerla cautiva, dispuesta para el disparo.
Casi media hora duraron esas dos bolas en las que porfió sin descanso sin conseguir nada. Cada vez que tiraba emitía un gruñido de insatisfacción. Su cara enrojeció y sus ojos se inyectaron de sangre. Todos entendimos que aquella partida era más que una partida. Y que el objetivo era algo más que lo que ya había conseguido, esto es la partida gratis.
Hulk quería el récord. Probablemente no sabía cuál era (cincuenta mil puntos), pero quería batirlo. Tenía ya unos treinta mil puntos, suficiente como para salir en hombros del Mont Blanc, pero no le bastaba. Con una sola bola, sabía que multiplicando no llegaría. Necesitaba la ruleta, incluso varias veces. Pero no lo conseguía y su moral, todos los veíamos, comenzaba a mellarse. Yo lo observaba como embobado, tenía la sensación de que sabía lo que estaba pensando. Recuerdo muy bien que cuando cautivó la bola con el flipper derecho por enésima vez, se tomó un respiro, miró a sus pies y suspiró profundamente, tuve la certeza de que acertaría. Y eso hizo. La bola bajó por el pequeño mando, hasta la punta. Incluso pareció que Hulk
la iba dejar irse. En el último momento le dio un golpe brutal que hizo temblar la mesa y ocurrió algo que nunca nadie, nadie, ni siquiera Amable, había hecho. La bola se fue directa hacia un bumper lateral, una seta envejecida en la que la bola rebotaba con poca fuerza. Allí perdió gran parte de la energía con que había sido enviada y, casi inexplicablemente, rebotó hacia arriba y hacia la izquierda. Lenta, humildemente. En la dirección exacta. Justo frente al agujero de entrada. Traspasó las puertas, subió el pasillo ya casi sin fuerzas y, finalmente, se posó sin ruido en el agujero ambicionado. La ruleta se paró. La flecha apuntaba al Misterio.
Y la máquina se volvió loca.
Cinco minutos más tarde, un agotado Hulk dejaba caer la bola. En el tablero se leía: 63.000 puntos. Más de lo que nadie había hecho nunca, y él lo sabía. Sonreía, ahora, abiertamente. Se atusó la chupa, se volvió y miró de nuevo a Amable, que seguía allí, de pie, como si supiera lo que iba a pasar.
- Tu turno.
Fue todo lo que dijo. Amable estaba ya blanco como la cera.
- No... no me apetece jugar.
- Y unos cojones. Tu turno.
Los niños nos mirábamos sin lograr entender por qué Amable se achantaba. El reto era increíble, pero tenía que aceptarlo. Pero a Amable le temblaban las rodillas. Miraba a la Beba y le temblaban las rodillas. Pero Hulk no cedió ni la mirada ni la actitud. Así que Amable terminó frente al Misterio, impulsando con el tirador su primera bola. Hulk se había retirado al lateral de la máquina, junto a la Beba.
Nada más salir la bola del pasillo del tirador, Hulk dio un brutal golpe de cadera a la máquina que la desplazó. Se encendió el TILT, las luces se apagaron y la bola bajó. Nadie se atrevió a decir nada. Hulk y Amable se miraban directamente, como si no pudiesen despegarse el uno del otro. Amable intentó decir algo, pero fue Hulk quien habló.
- ¿No eres el campeón? Pues demuéstralo, coño...
Rodeado por el silencio de los espectadores, el silencio del miedo, Amable vio cómo Hulk repetía el mismo golpe de cadera tres veces más. No hubo palabras. Supongo que todos entendíamos. Hulk se reía sordamente e inutilizaba las bolas de Amable sin oposición. Cuando la quinta bola se posó en el pasillo del tirador, Hulk se retiró de la cercanía de la máquina y elevó la voz para que todo el local le oyese.
- Veamos ahora qué es capaz de hacer el campeón con su última bola.
Dicen algunos psicólogos que sólo hay una forma de conseguir que un hombre salte más de tres metros de altura: que lo persigan otros treinta con la intención de matarlo. Quizá sea cierto que ante la adversidad más profunda el ser humano saca de sí lo mejor de sí mismo. O, quizás, tan sólo Amable, en aquel callejón sin salida, decidió jugársela como él sabía. Fue una sola bola, pero una bola increíble. Amable fue cumpliendo etapas meticulosamente. Primero hinchó los puntos acumulados y después agotó los multiplicadores; hizo todo esto y parecía estar cumpliendo un compromiso. Después fue abatiendo todas las combinaciones, una a una, que daban premios especiales, puntos, y todo lo demás. Estuvo más de treinta minutos llevando la bola de un sitio a otro sin confundirse. A veces la fuerza que tenía que imprimir a
los golpes disparaba la bola y parecía ponerla en peligro de irse por un pasillo lateral o por el centro. Pero las caderas de Amable funcionaban como un reloj y a todos nos daba la impresión de que el propio Misterio tenía vida y quería ayudarle. Hacíamos cábalas. Aunque el tablero marcaba doce mil puntos (o sea, partida gratis, pero ya nadie se fijaba en eso), los puntos acumulados y el multiplicador debían de tenerse en torno a los treinta y cinco mil, o así. Entonces Amable abatió tres de cuatro dianas de un panel lateral izquierdo y desistió, todos lo vimos, de abatir el cuarto. La gente se miró nerviosa, porque había comprendido. Existía una combinación extraña, que ni el mismo Amable utilizaba a menudo. Él porque no le hacía falta, los
demás porque era demasiado para nosotros. Paró la bola con el flipper izquierdo, reposó dos segundos, la dejó caer, la disparó con elegancia, y la bola recorrió el serpentín derecho para bajar como una bala hacia el flipper derecho donde Amable, en lugar de recogerla como hacíamos todos, dio un extraño golpe de bolea, a bote pronto, que la disparó hacia la izquierda. Impactó directamente en la diana que quedaba en pie. Bola gratis. Cuando Amable perdió aquella teórica última bola, la máquina contó y contó y contó hasta pararse en cuarenta y un mil puntos. Hulk no movió ni un solo
músculo. Ahora Amable estaba donde había estado Hulk antes. Tras unos pases de
tanteo, como para calentarse, tomó una decisión, la decisión, y paró la bola con su mando derecho. La dejó caer y, en el punto justo, el leve toque casi imperceptible, el toque de Amable. Tan leve, tan leve, que no fue nada. Por primera vez, el flipper ni se movió. La bola cayó entre los mandos, camino del agujero final. Miré al rostro de Amable y era el retrato de la incredulidad. Que yo sepa, jamás le había pasado eso. Había perdido. La bola se iba, traspasadas ya las fronteras donde un jugador puede hacer algo. Nuestros corazones se pararon. Y entonces el campeón enloqueció.
Los novatos y los poco duchos solíamos hacer eso. Cuando la bola se nos escapaba, accionábamos como posesos los flipper, moviéndolos constantemente, y movíamos también la máquina, pues ya la TILT poco importaba, tratando de recuperar la esfera de acero. Nunca lo conseguíamos, claro; todo lo que ganábamos era una bronca del Señor Ramiro por maltratar el aparato. Pero nunca, ni antes, ni después, vi a nadie golpear con tanta saña los laterales del Misterio o de cualquier otro pinball como Amable aquella tarde. Sus denodados esfuerzos sonaron como una carraca y las patas del Misterio
gimieron en el suelo. Pero la bola salió hacia arriba e, inexplicablemente (o quizás porque esa máquina, en verdad, tenía sentimientos) no se encendió el TILT. Amable recogió la bola, trató de apartarse de la máquina sin dejar de apretar el botón que la mantenía viva, y bufó. Lloraba. Comenzó a intentar colar la bola por el pasillo maldito. Pero lo hacía como cualquier otro, disparando con fuerza. Y, claro, no lo consiguió. Estuvo así un buen rato y todos notábamos cómo la moral se le escapaba. Respirábamos su miedo a intentar repetir su toque, a volver a ser él, a no dejar de ser él. Ya casi nadie jugaba en otras máquinas. Todos lo estábamos mirando. Los
bumper se reían de él con sus campanillas, las luces lo atormentaban. Una y otra vez, lo intentaba, lo intentaba, lo intentaba. Y fallaba. Miré a la Beba. Ella también estaba llorando. Alcanzaba lentamente ese punto en el que la tristeza estalla hasta llegar al clímax. Y en un momento llegó. La chica miró a Amable, después miró a Hulk, que seguía impertérrito, y después otra vez a Amable. Con un gesto eléctrico, agarró suavemente el brazo izquierdo de su chico.
- Amable, joder, Amable...
No dijo más. Él la miró con un pozo de ternura en las pestañas y, repentinamente, pareció respirar mejor. La bola estaba, una vez más, cautiva en el flipper derecho. Cayó lentamente, como nunca. Al pasar por el centro del mando, el lugar mágico, sonó un golpecito y el mando, esta vez sí, obedeció. Puerta. Pasillo. Agujero. Misterio. 66.000 puntos.
Amable ya no intentó jugar después de eso. La bola salió del pasillo y él mismo, con un golpe excesivo, hizo TILT. No sonreía. Ni siquiera había dejado de llorar. Todos miramos a Hulk. Su rostro se había endurecido, pero no se movía. Allí nadie se movía. Finalmente, el retador alargó un brazo, apartó suavemente a la Beba y salió del lateral de la máquina. Miró muy fijo a Amable, pero esta vez no sonrió. Y después, sin mediar palabra, se colocó frente a la máquina, levantó el puño derecho y descargó un golpe brutal sobre la mesa. El cristal se partió en añicos y los bumper saltaron,
burlones, para caer en el suelo, a nuestros pies.
El Señor Ramiro se acercó hecho un basilisco. Pero Hulk ni se inmutó. Cuando lo tuvo cerca, siempre con gestos parsimoniosos, metió la mano en el bolsillo interior de su cazadora, sacó una navaja, accionó la hoja presionando un botón y se la puso en el cuello al pobre viejo. El silencio continuó. Sin prisas, Hulk guardó la navaja y se marchó tan lentamente como había venido.
Allí estábamos los de siempre. Estaba el tímido Burgos, torpe, taimado y constante. Y Fachado, con su chillona voz. Y Héctor Otero, que hacía trampas en el futbolín impulsando la barra de sus jugadores buscando darle al contrario en los cojones y que, ya entonces, sentía pasión por los aviones de guerra de los videojuegos. Y estaba yo, claro. A mis tres colegas me gustaría poder preguntarles qué aprendieron esa tarde. Y contarles que yo aprendí lo que es ser mayor. Aunque no fue allí. Fue una hora más tarde, cuando regresaba a mi casa y en el portal escuché un llanto entrecortado. Y, por pura casualidad, me encontré allí dentro, en la oscuridad, a la Beba que lloraba sola y a moco tendido. Fue la primera mujer (quizá la última) por
quien sentí ternura, esa ternura infantil que luego perdemos. Me desesperó aquella inesperada fragilidad tras el triunfo. Aunque yo me sentía a años-luz de aquel símbolo, no pude evitar sentarme a su lado y esperar, sin atreverme a tocarla. Ella lloró a gusto durante bastante rato hasta que se calmó en un caleidoscopio de hipos. Yo no dije nada, como no dije nada cuando se levantó y se marchó. Como no dije nada cuando, ya en la puerta de mi portal, se volvió y me miró por última vez.
- No era el Misterio, ¿sabes? Era yo..., joder, era yo...
Nunca volví a verla. Ni a ella, ni a Amable, porque no regresaron al Mont Blanc. Tampoco regresó el Misterio. En su lugar pusieron una máquina más nueva, más cara, con más puntuación. Después vino otra, y después otra, y después otra. Pero yo apenas jugué con ellas.
Supongo que, de alguna forma, había aprendido que hay cosas en la vida más valiosas que 66.000 puntos.
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