Juan Nadie: "Gieppetto"
Fuera del mundo comercial, fuera del mundo más sesudo incluso, existen verdaderos artistas en la sombra. Personas de capacidad, de talento, que por temperamento, por circustancias adversas, por poca confianza en su propio talento, por mil cuestiones, apenas nunca llegan al conocimiento del público. Pintores de puertas adentro, escritores de cuadernos, músicos sin disco. Arte al que trabajos alimenticios quitan tiempo y vigor, arte arrancado de minutos de descanso o sueño.
Juan Nadie es el pseudónimo de un hombre inquieto que encuentra, él sabrá como, el modo de robar minutos a su tiempo fuera del trabajo para componer, cantar, escribir, dirigir y representar historias. Un verdadero ejemplo de arte por amor al mismo. Como muestra, a continuación, Gieppetto.
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Capítulo I:Pedro
“Apenas hubo dicho adiós a su buen amigo el bacalao, Pinocho se puso en marcha, andando a tientas en aquella oscuridad por el cuerpo del dragón, y dando con cuidado un paso tras otro en dirección de aquel pequeño resplandor que divisaba a lo lejos, muy lejos.Al andar sentía que sus pies se mojaban en una aguaza grasienta y resbaladiza, y con un olor tan fuerte a pescado frito, como si estuviese en una cocina un viernes de Cuaresma.Pues, señor, que a medida que andaba, el resplandor iba siendo cada vez más visible, hasta que, andando, andando, llegó al sitio donde estaba. Y al llegar, ¿qué diréis que vio? ¿A que no lo adivináis? ¡Ca! ¡No lo adivináis! Pues vio una mesita encima de la cual lucía una vela que tenía por candelero una botella de cristal verdoso, y sentado a la mesita, un viejecito todo blanco, blanco, como si fuera de nieve. El viejecito estaba comiendo algunos pececillos vivos; tan vivos, que algunas veces se le escapaban de la misma boca.”
Los ojillos cansados de Pablito se parapetaban tras la sábana, y luchaban titánicamente por mantenerse abiertos hasta el final del cuento. Pedro lo observó desde detrás del libro. Aún disponía de cierto margen para llegar a tiempo a su cita, así que se recreó unos instantes en la imagen de su hijo. No demasiado. Quería preparar un termo de café antes de irse. Aunque a finales de septiembre la temperatura era todavía agradable, una noche de pesca en el barco iba a calarle demasiado en los huesos. Así le dio un poco más de carrete a la historia, que Pablo ya se había tragado su somnífero anzuelo.
“-¿Y cuánto tiempo hace que estás aquí?
-Desde aquel día hasta hoy habrán pasado unos dos años. ¡Dos años, Pinocho mío, que me han parecido dos siglos!
-¿Y qué has hecho para comer? ¿Y dónde has encontrado la vela? ¿Y de dónde has sacado las cerillas?
-Te lo contaré todo. Aquella misma borrasca que hizo volcar mi barquilla echó a pique un buque mercante. Todos los marineros se salvaron; pero el buque se fue al fondo, y el mismo dragón, que sin duda tenía aquel día un excelente apetito, después de tragarme a mí se tragó también el buque.
-¿Cómo? ¿Se lo tragó de un solo bocado?
-preguntó Pinocho maravillado.
-De un solo bocado; y no devolvió más que el palo mayor, porque se le había quedado entre los dientes, como si fuera una espina de pescado. Por fortuna mía, aquel barco estaba cargado no sólo de carne conservada en latas, sino también de galleta, o sea pan de marineros, y botellas de vino, pasas, café, azúcar, velas y cajas de cerillas. Con todo esto que Dios me envió he podido arreglarme dos años; pero hoy estoy ya en los restos: ya no queda nada que comer, y esta vela es la última.
-¿Y después?”
A los cinco años, posiblemente fuera más digestiva la deformada historia de Disney. Sin embargo, Pedro prefería contarle a su hijo los cuentos originales, como este de Collodi, aun a riesgo de que no los entendiera.“No los entenderá ahora, pero cuando sea mayor sabrá que los americanos nos engañan”, solía decir.Pablo sucumbió. No pudo conocer el final de la historia, de cómo Pinocho y Gieppetto caminaron a oscuras y de puntillas por la larga garganta del dragón, de cómo saltaron desde su boca al plácido mar mientras el dragón dormitaba. Porque a Gieppetto y a Pinocho se los tragó un dragón. Que las ballenas comen plancton, por mucho que se empeñe la industria del cine. Así que Pedro cerró el libro y salió del cuarto con sumo cuidado de no despertar al bello durmiente. Mientras el café terminaba de subir en la vieja cafetera de acero, recordó lo último que leyó del cuento. “Y después… Si llego a ser yo, camina por el gaznate del dragón Rita la Cantaora con todo el cuadro flamenco detrás. ¡A oscuras! Habría esperado a que el dragón muriera de un derrame cerebral o algo.” Había quedado a las diez y media con su compañero Gabriel. Un poco tarde, quizás, pero debía esperar a que María terminara el turno. Cogió del armario el abrigo y el impermeable, por si acaso. “Echaría de menos a los míos, sí, pero tendría tiempo para escribir. Tendría todo el tiempo del mundo. Me comunicaría con el exterior a través de palomas mensajeras”María abrió apresurada la puerta de la casa. “Gabriel está abajo esperándote. ¿Qué tal Pablo?”“Dormido.” Se besaron. Antes de salir, Pedro alargó su mano hasta el mueble bar y cogió una botella de Magno que introdujo en el bolsillo de su abrigo.“¿Y eso?”, preguntó su esposa, sonriente.“Para el café” Ante la mueca suspicaz de María, añadió: “¿Desde cuándo hacen control antidoping a los pescadores, eh?”“Buena pesca”
Gabriel escuchaba el último disco de Camela, por supuesto recién descargado de internet, con la ventanilla del coche bajada. Seguía comprando los mismos discos que había adquirido siempre, es decir, Sabina y Manolo García. Esos eran sagrados. El resto, los bajaba “por cultura general”, como solía decir. “No se qué daño hago a la industria de la música. Compro lo mismo que antes”, añadía.“Quillo, ¿qué?”, dijo al recibirle.“No vamos mal de tiempo ¿no? He traído refuerzos”, anunció mostrando la botella.La travesía hasta el lugar habitual de pesca fue bastante plácida. El ronroneo del viejo motor lo había adormilado allí sentado en cubierta, y ahora, la pequeña embarcación de recreo se desplazaba suavemente con las velas desplegadas. Necesitó ponerse el abrigo, ya que la noche resultó más fría de lo esperado. Preparó un par de cafés aliñados y le llevó el suyo a Gabriel.“Estas muy callado, ¿qué te ronda?”, preguntó el capitán brindando con su taza.“No veo a María. Parecemos los de Cruz de Navajas, siempre saliendo cuando el otro entra. He estado a punto de no venir, porque para una noche que estamos juntos… Pero también hace ya dos años que no salimos a pescar ¿no?”, respondió devolviendo el brindis. Tuvo la sensación de que le había caído una gota. Extendió la palma de su mano y le cayeron varias más. “Oh-oh”Se pusieron los chubasqueros. La mar comenzó bruscamente a encabritarse, de una forma poco común. El Poniente azotó con violencia de súbito, por lo que Gabriel empuñó firmemente el timón. “Será mejor que nos volvamos, ahora que aún estamos cerca”. Las tazas de café rodaron por cubierta mientras Pedro arriaba las velas. La lluvia arreció y el viento impedía ya caminar con normalidad.De pronto, cuando Gabriel empezaba a dudar si realmente regresarían, algo sacudió el barco. La inercia hizo a Pedro saltar por la borda, quedando agarrado con una mano a la barandilla. Gabriel acudió en su ayuda como un rayo. “Hemos chocado con algo, agárrate”. Pero Pedro ya no pudo aguantar las embestidas y se hundió en las oscuras aguas del Estrecho. Este lugar ha sido siempre paso habitual de ballenas pero, como en la historia de verdad, mientras se hundía, Pedro pudo contemplar con claridad los amarillos ojos del dragón, observándole.
Capítulo II:Gieppetto
Perdió la consciencia durante la inmersión. Soñó con dragones de fieras fauces repletas de dientes y largos, larguísimos cuellos. De fondo, comenzó a oír un extraño sonido, agudo, rítmico, repetitivo. Algo semejante a un serrucho. Resultaba molesto, porque se iba haciendo más intenso. Un zarandeo le hizo ver que estaba volviendo en sí.
“Ya te has despertado”, oyó decir a un anciano. Pedro yacía boca abajo en el suelo de lo que debía ser el inmenso estómago del dragón. Tosió un buen rato, expulsando el agua residual que sus pulmones habían aspirado. La estancia era muy oscura. La luz de una vela iluminaba tenuemente una mesa a varios metros de donde él se encontraba, pero no llegaba a revelar a la persona que se movía atareado junto a él. Más allá de la mesa, el sonido del serrucho cesó. La penumbra le tendió la mano “Ven, levántate, vamos junto a la luz”
Asió la mano y se puso en pie con mucha dificultad, pero la anciana sombra le sostuvo. Al aproximarse a la vela, la luz fue moldeando su rostro, aunque realmente Pedro ya lo adivinaba. Se trataba de un delgado anciano, de desaliñado pelo canoso y de un ralo bigote blanco. Unas diminutas gafas redondas le colgaban sobre la nariz en maravilloso equilibrio.
“¿¡Gieppetto!?”, exclamó. El anciano sonrió. “Debes estar descansado, después de tres días inconsciente”
“¿Tres días? No puede ser”, dijo Pedro. Al no haber humedad en su impermeable, se lo quitó. Su abrigo y el resto de la ropa también estaban secos. “Ah, pues si que puede ser”
“¿Tienes hambre? Tenemos peces de sobra.”, le invitó el anciano. “Siéntate.” El anciano se ocultó en la penumbra y regresó con un róbalo de aceptable tamaño, ensartado en un palo al estilo de los espetos y asado al fuego que se adivinaba tras un recodo.
Pedro comió con ansia, usando sus propios dedos, mientras el anciano lo observaba complacido. Cuando terminaba, se oyó un ronquido cercano. Alzó la cabeza hacia el anciano, escrutándolo al respecto.
“¿Es…?”, preguntó.
“Mi hijo”, asintió el anciano.
“¡Pinocho!”, exclamó asombrado.
“Está agotado. Ahora él se encarga de mi trabajo por completo”, explicó.
“¿Cuánto tiempo llevan aquí?” Pedro cogió el plato y miró a un lado y a otro, como buscando dónde llevarlo. Luego miró al anciano, que alargó su brazo para cogerlo.
“Una eternidad”, dijo mientras volvía a ocultarse en la sombra
“Pero, ustedes debían caminar por el cuello del dragón y saltar. Eso dice el cuento”, reclamó a un punto indeterminado de la penumbra.
El anciano reapareció en otro punto distinto. Contempló unos instantes a Pedro con una leve sonrisa y respondió: “Las cosas no son siempre como deben ser, hijo”. Dicho esto se sentó y con una pluma de ave y un tintero, empezó a escribir en una blanquísima hoja de papel. “Esto es lo único que puedo hacer ya. Escribir”.
“Escribir”, repitió lentamente Pedro. “Siempre he deseado tener tiempo para eso”
“De pequeño se te daba bien ¿no?” preguntó el anciano sin levantar la vista del papel.
“Sí… ¿Cómo lo sabe?”. Pedro dio la vuelta a la mesa para encararlo.
“Me lo he imaginado. Alguien que ansía escribir, lo hace desde siempre”
De repente, una paloma emergió de la oscuridad y se posó delante del viejo. Traía un trozo de papel anudado al cuello. Con sus delgados dedos, deshizo el nudo laboriosamente y leyó el fragmento de papel. Sonrió. Cortó con sus dedos la cuartilla que había escrito y la anudó con cuidado al cuello de la paloma.
“¿Y esta Paloma…?”, inquirió Pedro.
“Es Santi, y es palomo. Nos ayuda a comunicarnos con el exterior. Ven, vamos a enviar la respuesta.”
Siguió al anciano hacia donde se oían los ronquidos y se adivinaba el fuego. Una hoguera de leños alumbraba y calentaba aquel recoveco. Un muchacho dormía boca abajo con los brazos en cruz, plácidamente. Pedro lo miró asombrado al pasar a su lado. Más allá del fuego, la más absoluta oscuridad. El viejo cogió con sus dos manos al palomo, lo besó en la cabeza y lo lanzó para ser engullido por la negrura. Desapareció inmediatamente.
Volvieron en silencio a la estancia del escritorio. Cuando su anfitrión fue a sentarse de nuevo, Pedro lo retuvo un instante. “Pero, Pinocho no se convertía en un niño de verdad hasta escapar del dragón.”
De nuevo el anciano lo observó con sonrisa bondadosa. “Hijo, mío, no sé que te han contado, pero nosotros nunca salimos de aquí. Mi hijo se hizo un hombre aquí, y aquí seguiremos. Es lo único que podemos hacer. Es lo mejor. Y ahora será mejor que descanses, has tenido demasiadas emociones”. Dicho esto, se sentó y prosiguió su escritura.
Pedro se retiró a una grieta cercana, pero resguardada de la luz, e intentó dormir. Recordó a su pequeño, intentando mantenerse despierto hasta oír el final del cuento. A María, cuando se casaron, cuando nació Pablo. Recordó sus momentos más felices juntos. Se remontó más atrás en su memoria y revivió su niñez, tan nítidamente que podía sentir como pedaleaba en su bicicleta. Vio de nuevo a sus padres, jóvenes, felices. Se descubrió a sí mismo en momentos en los que incluso no tenía edad para retener en la memoria las imágenes. Agarrado al pecho de su madre, alimentándose de ella y oyendo sus latidos. Fue una sensación tan dulce que no notó como sus recuerdos se iban convirtiendo en sueños. Poco a poco la imagen se fue oscureciendo. Sólo se mantenía el sonido del corazón materno. Sin embargo, progresivamente ese latido se hizo más agudo, chirriante, molesto. Se transformó en el desquiciante serrucho, rítmico e intermitente. Lo invadió la angustia. Comenzó a respirar con dificultad, a agitarse. Vinieron a su mente las palabras de Gieppetto. Ellos no habían salido de allí. Posiblemente no tenían valor para caminar por la garganta del dragón, a oscuras. Pero si quería ver de nuevo a su familia, tenía que sobreponerse al miedo. Se soñó a sí mismo llegando a las fauces de la fiera. Pero al intentar salir, la bestia se despertó y lo trituró en su boca.
Capítulo III La garganta del dragón
Se despertó en un grito. La estancia estaba vacía. Ya no se oía ni el serrucho ni el ronquido de Pinocho. Se levantó y exploró la zona iluminada, en busca del anciano, sin éxito. Un destello de la vela mostró algo oculto en la sombra. Asió el candil y lo acercó al lugar. Una inmensa librería albergaba miles de volúmenes, encuadernados en tablas de madera. Tomó uno de ellos. En las polvorientas tapas decía “Françoise Gravelaine, 1927” Lo abrió. En la primera página una especie de ficha rezaba: “Françoise Gravelaine, varón, nacido en 1927, hijo de Nicholás y July. Color de pelo: Negro. Color de ojos: verde. Raza: latinaTras esto, comenzaba la historia de Françoise.
“Nace una fría noche de invierno, el 27 de enero, en Grenoble, Francia. Su madre, July, sufre dolores de parto toda la noche y hasta las seis de la mañana la partera no consigue extraerle el niño. Nicholás Gravelaine, su padre, tiene una tienda de comestibles en la planta baja de la vivienda (Ver Nicholás Gravelaine, 1898 y July Bonnal, 1906)”
Devolvió el tomo a su lugar. Al azar extrajo otro. “Sven Lindh, 1756. Varón, nacido en Malmoe el 29 de febrero de 1756, hijo de Björn y Gretha. Color de pelo: rubio. Color de ojos: azul. Raza: escandinava”
“María Granados, 1976. Hembra, nacida el 15 de marzo de 1976 en Tegucigalpa, hija de Eliseo y Ramona. Color de pelo: negro. Color de ojos: negro. Raza: india.”
Elevó el candil y comprobó que la biblioteca no parecía tener fin más allá de donde iluminaba la llama. Fascinado por la prolífica imaginación de aquel viejo escritor, regresó a la mesa y devolvió el fanal a su sitio. Encontró allí varias hojas de papel manuscritas y la curiosidad le llevó a leerlas.
“donde se matricula en la Escuela de Ingeniería en 1983. Los primeros cursos son irregulares, marcados por la muerte de su padre y la asunción del rol de cabeza de familia por su parte. Resultan momentos duros, ya que empieza a trabajar como camarero para poder llevar dinero a casa y evitar así abandonar la carrera”
Un escalofrío le recorrió la espalda de extremo a extremo. Aquel pequeño párrafo le resultaba muy familiar. Demasiado familiar. Pasó dos o tres hojas y leyó.
“María es la persona más maravillosa que él ha conocido jamás (Ver María López Cáceres, 1970). Esperan sólo dos años para contraer matrimonio, los más felices de su vida. Tras casarse en 1993, ella comienza a trabajar como auxiliar administrativo en un centro hospitalario, teniendo ambos que seguir turnos de distintos horarios. Tardan en decidirse a tener el primer hijo, ya que temen no poder cuidarlo adecuadamente. Sin embargo, finalmente se deciden y en junio de 1998 ella queda embarazada. El embarazo se desarrolla con normalidad…”
¿Cómo podía saber Gieppetto todo aquello? Era la historia de su propia vida, narrada con todo detalle.
“El 25 de septiembre de 2004, tras dejar acostado a su pequeño Pablo, se despide de su esposa para salir a pescar en el barco de su amigo Gabriel. Durante la travesía el tiempo empeora y…”
Ahí terminaba su historia. Justo antes de chocar con el dragón. Estaba tan perplejo ante lo que leía que reparó en que el anciano había surgido de las sombras y se había colocado a su lado. “Te reconocí en cuanto te vi”, dijo.
Pedro dio un respingo. “Cómo que me reconoció”, gritó. “Nunca antes me había visto. ¿Cómo sabe todo eso de mi vida?”. Retrocedió un par de pasos.
“Lo se todo sobre ti. Yo te creé. Dispuse que nacieras el 15 de junio de 1966, de otros dos personajes que yo mismo inventé años antes, José y Ana María, tus padres, en la ciudad de Cádiz. Tu historia fue paralela a la de ellos hasta que murieron. Allí puedes ver sus tomos”, señaló a la inmensa biblioteca.” Fuiste un niño travieso e inquieto porque me pareciste simpático. Me apeteció darte ese carácter aventurero. De entre todos mis personajes que cogí tanto cariño que decidí unirte a María, una de las más encantadoras mujeres que he imaginado”
Pedro no daba crédito a lo que oía. “¿Me está diciendo que yo, que toda mi vida, no somos más que un producto de su imaginación?”, chilló. “Usted sí que es un personaje de cuento, un patético carpintero que alucinaba con un trozo de madera. Usted es la fantasía de un escritor italiano. Usted...”
“Poco después de casarte con María, se te cruzó Lucía, ¿recuerdas?, aquella chica de la fábrica. Sólo tú sabes que estuviste a punto de ser infiel a tu esposa con Lucía. Tú y yo, que la crucé en tu camino e impedí después que estropearas tu matrimonio”
Mientras escuchaba, Pedro se sentó con la mirada perdida. Lucía era muy hermosa y descarada. Se le insinuó varias veces y él rehuía la ocasión de verse a solas con ella. Sin embargo, en una ocasión estuvo a punto de sucumbir. Sólo una llamada inesperada de su esposa al móvil le hizo recapacitar. Eso sólo podía saberlo él. Nunca se lo dijo a nadie, ni la propia Lucía lo sospechó jamás. Era imposible que aquel fabricante de juguetes imaginario pudiera saberlo. Imposible. Salvo que lo que le contaba fuera cierto.
“Entonces, ¿he muerto?”, balbuceó
“No lo sé. Escribía tu historia cuando de repente oí tu tos detrás de mí. Esto no había ocurrido jamás. Ahora no sé que hacer, ignoro las consecuencias que esto pueda tener. Necesito meditarlo”, respondió afilando su bigote
“Y yo necesito salir de aquí. Me estoy angustiando. Aunque tenga que saltar de las fauces del dragón, tengo que irme.”, replicó Pedro airado.
“No puedes salir de aquí.”, dijo el anciano retirando la mirada.
“¿Cómo puede saberlo, eh? Nunca lo han intentado.”. Y tras reflexionar unos instantes añadió: “¿Y el palomo? ¿Por dónde sale y entra si no es por la boca del dragón?”
“No creo que puedas hacer lo que él”.
“Tengo que intentarlo. Usted escriba lo que quiera, me da igual, pero yo no voy a quedarme aquí el resto de mi vida esperando a que usted decida qué hacer conmigo. Despídame de Pinocho. Él haría lo mismo que yo”
Y dicho esto Pedro se encaminó a oscuridad más allá del fuego. El anciano, que se había sentado hundiendo la cabeza entre los brazos exclamó: “No puedo retenerte, pero debo decirte que te encaminas a una muerte segura”
“Llegado a este punto, me da igual.”. Y volviéndose por última vez: “Hasta nunca, Gieppetto”
Se adentró en la penumbra tocando a tientas las paredes. La garganta del dragón iba empinándose suavemente. “Debe estar tendido durmiendo, así que aprovecharé la oportunidad”. A su espalda, de nuevo el rítmico sonido del serrucho, invariable, penetrante. “Descartes se mearía con esto. Aquí estoy, una paranoia de un viejo loco, pensando e intentando salvar el pellejo, sin ni siquiera existir. Porque, ¿existo realmente o no?”. Avanzaba con lentitud, porque aunque palpaba fácilmente las paredes de la garganta, a veces un pliegue o algo similar le trastabillaba el paso. “Bueno, de algún modo debo existir, si he tomado la decisión de salir da ahí en contra de la voluntad del viejo, tengo un albedrío relativamente libre”. Curiosamente, a medida que se alejaba del estómago, el serrucho se oía cada vez con más claridad. Y el ritmo de corte era algo más rápido. “Qué decepción con Pinocho. Siempre durmiendo o trabajando. Era la imagen de la alegría, y está esclavizado por su anciano padre”. Tropezó de nuevo, pero al caer rodó rápidamente sobre sí mismo. Parecía haber visto un destello de luz a lo lejos. Se puso en pie rápidamente e intento avivar la marcha, pero rodó de nuevo varias veces. Ahora el punto de luz era visible, aunque lejano. “Vaya con el cuello del dragón”. El serrucho aumento un poco más el ritmo, haciéndose cada vez menos soportable. El chirrido era aún más agudo e intenso. “Ese viejo va a matar a Pinocho si lo hace trabajar de esa manera”. La garganta era ahora más empinada, pero más lisa. Subía con dificultad, pero ya no tropezaba. Lo que le hacía inaguantable la marcha era el ya ensordecedor chillido. “Ese Gieppetto lo va a matar. Qué tipo más raro. Porque era Gieppetto ¿no? Bueno, el no lo dijo”
De repente, sintió que el pecho le quemaba, tanto que tuvo que arrodillarse. El ruido que le taladraba los oídos era ahora continuo. Se puso en pie y siguió caminando. “Bueno, tampoco dijo que su hijo fuera Pinocho y la verdad, no lo parecía…” Una nueva quemazón en el pecho le hizo caer. Se llevo las manos a los oídos, ensordecido por el estridor, que le dañaba. “Debe haber dejado el serrucho y haber cogido una sierra radial. Si, parece una radial”. No pudo levantarse esta vez, por el siguiente fogonazo en el pecho. “Este ha de ser el lugar donde el dragón fabrica sus chispas. Pero en su estómago no puede enchufar una radial. Más bien parece un pitido. Demasiado estoy pensando para ser producto de su imaginación. Aunque la paloma no salía en el cuento. Lo de la paloma lo pensé yo, en casa, después de leerlo. Un pitido. Parece un pitido de esos monitores que le ponen a la gente en urgencias. Continuo, como cuando el tipo de la película ha muerto”. Una nueva descarga le abrasó el pecho. “Tengo que llegar a esa luz. No parece la boca de un dragón, desde luego”. Consiguió ponerse en pie a duras penas, con las manos en los oídos, y aproximarse al resplandor que, como las sombras en el estómago del dragón, envolvía el lugar. “Qué raros los tres. El padre. El hijo. La Paloma” Antes de dar un último paso hacia la luz, una delgada mano sujetó a Pedro. Al volverse, pudo oír, antes de perder el conocimiento, que el anciano le decía: “Vuelve, he decidido que este no es tu momento”
Perdió la consciencia durante la inmersión. Soñó con dragones de fieras fauces repletas de dientes y largos, larguísimos cuellos. De fondo, comenzó a oír un extraño sonido, agudo, rítmico, repetitivo. Algo semejante a un serrucho. Resultaba molesto, porque se iba haciendo más intenso. Un zarandeo le hizo ver que estaba volviendo en sí.
“Ya te has despertado”, oyó decir a un anciano. Pedro yacía boca abajo en el suelo de lo que debía ser el inmenso estómago del dragón. Tosió un buen rato, expulsando el agua residual que sus pulmones habían aspirado. La estancia era muy oscura. La luz de una vela iluminaba tenuemente una mesa a varios metros de donde él se encontraba, pero no llegaba a revelar a la persona que se movía atareado junto a él. Más allá de la mesa, el sonido del serrucho cesó. La penumbra le tendió la mano “Ven, levántate, vamos junto a la luz”
Asió la mano y se puso en pie con mucha dificultad, pero la anciana sombra le sostuvo. Al aproximarse a la vela, la luz fue moldeando su rostro, aunque realmente Pedro ya lo adivinaba. Se trataba de un delgado anciano, de desaliñado pelo canoso y de un ralo bigote blanco. Unas diminutas gafas redondas le colgaban sobre la nariz en maravilloso equilibrio.
“¿¡Gieppetto!?”, exclamó. El anciano sonrió. “Debes estar descansado, después de tres días inconsciente”
“¿Tres días? No puede ser”, dijo Pedro. Al no haber humedad en su impermeable, se lo quitó. Su abrigo y el resto de la ropa también estaban secos. “Ah, pues si que puede ser”
“¿Tienes hambre? Tenemos peces de sobra.”, le invitó el anciano. “Siéntate.” El anciano se ocultó en la penumbra y regresó con un róbalo de aceptable tamaño, ensartado en un palo al estilo de los espetos y asado al fuego que se adivinaba tras un recodo.
Pedro comió con ansia, usando sus propios dedos, mientras el anciano lo observaba complacido. Cuando terminaba, se oyó un ronquido cercano. Alzó la cabeza hacia el anciano, escrutándolo al respecto.
“¿Es…?”, preguntó.
“Mi hijo”, asintió el anciano.
“¡Pinocho!”, exclamó asombrado.
“Está agotado. Ahora él se encarga de mi trabajo por completo”, explicó.
“¿Cuánto tiempo llevan aquí?” Pedro cogió el plato y miró a un lado y a otro, como buscando dónde llevarlo. Luego miró al anciano, que alargó su brazo para cogerlo.
“Una eternidad”, dijo mientras volvía a ocultarse en la sombra
“Pero, ustedes debían caminar por el cuello del dragón y saltar. Eso dice el cuento”, reclamó a un punto indeterminado de la penumbra.
El anciano reapareció en otro punto distinto. Contempló unos instantes a Pedro con una leve sonrisa y respondió: “Las cosas no son siempre como deben ser, hijo”. Dicho esto se sentó y con una pluma de ave y un tintero, empezó a escribir en una blanquísima hoja de papel. “Esto es lo único que puedo hacer ya. Escribir”.
“Escribir”, repitió lentamente Pedro. “Siempre he deseado tener tiempo para eso”
“De pequeño se te daba bien ¿no?” preguntó el anciano sin levantar la vista del papel.
“Sí… ¿Cómo lo sabe?”. Pedro dio la vuelta a la mesa para encararlo.
“Me lo he imaginado. Alguien que ansía escribir, lo hace desde siempre”
De repente, una paloma emergió de la oscuridad y se posó delante del viejo. Traía un trozo de papel anudado al cuello. Con sus delgados dedos, deshizo el nudo laboriosamente y leyó el fragmento de papel. Sonrió. Cortó con sus dedos la cuartilla que había escrito y la anudó con cuidado al cuello de la paloma.
“¿Y esta Paloma…?”, inquirió Pedro.
“Es Santi, y es palomo. Nos ayuda a comunicarnos con el exterior. Ven, vamos a enviar la respuesta.”
Siguió al anciano hacia donde se oían los ronquidos y se adivinaba el fuego. Una hoguera de leños alumbraba y calentaba aquel recoveco. Un muchacho dormía boca abajo con los brazos en cruz, plácidamente. Pedro lo miró asombrado al pasar a su lado. Más allá del fuego, la más absoluta oscuridad. El viejo cogió con sus dos manos al palomo, lo besó en la cabeza y lo lanzó para ser engullido por la negrura. Desapareció inmediatamente.
Volvieron en silencio a la estancia del escritorio. Cuando su anfitrión fue a sentarse de nuevo, Pedro lo retuvo un instante. “Pero, Pinocho no se convertía en un niño de verdad hasta escapar del dragón.”
De nuevo el anciano lo observó con sonrisa bondadosa. “Hijo, mío, no sé que te han contado, pero nosotros nunca salimos de aquí. Mi hijo se hizo un hombre aquí, y aquí seguiremos. Es lo único que podemos hacer. Es lo mejor. Y ahora será mejor que descanses, has tenido demasiadas emociones”. Dicho esto, se sentó y prosiguió su escritura.
Pedro se retiró a una grieta cercana, pero resguardada de la luz, e intentó dormir. Recordó a su pequeño, intentando mantenerse despierto hasta oír el final del cuento. A María, cuando se casaron, cuando nació Pablo. Recordó sus momentos más felices juntos. Se remontó más atrás en su memoria y revivió su niñez, tan nítidamente que podía sentir como pedaleaba en su bicicleta. Vio de nuevo a sus padres, jóvenes, felices. Se descubrió a sí mismo en momentos en los que incluso no tenía edad para retener en la memoria las imágenes. Agarrado al pecho de su madre, alimentándose de ella y oyendo sus latidos. Fue una sensación tan dulce que no notó como sus recuerdos se iban convirtiendo en sueños. Poco a poco la imagen se fue oscureciendo. Sólo se mantenía el sonido del corazón materno. Sin embargo, progresivamente ese latido se hizo más agudo, chirriante, molesto. Se transformó en el desquiciante serrucho, rítmico e intermitente. Lo invadió la angustia. Comenzó a respirar con dificultad, a agitarse. Vinieron a su mente las palabras de Gieppetto. Ellos no habían salido de allí. Posiblemente no tenían valor para caminar por la garganta del dragón, a oscuras. Pero si quería ver de nuevo a su familia, tenía que sobreponerse al miedo. Se soñó a sí mismo llegando a las fauces de la fiera. Pero al intentar salir, la bestia se despertó y lo trituró en su boca.
Capítulo III La garganta del dragón
Se despertó en un grito. La estancia estaba vacía. Ya no se oía ni el serrucho ni el ronquido de Pinocho. Se levantó y exploró la zona iluminada, en busca del anciano, sin éxito. Un destello de la vela mostró algo oculto en la sombra. Asió el candil y lo acercó al lugar. Una inmensa librería albergaba miles de volúmenes, encuadernados en tablas de madera. Tomó uno de ellos. En las polvorientas tapas decía “Françoise Gravelaine, 1927” Lo abrió. En la primera página una especie de ficha rezaba: “Françoise Gravelaine, varón, nacido en 1927, hijo de Nicholás y July. Color de pelo: Negro. Color de ojos: verde. Raza: latinaTras esto, comenzaba la historia de Françoise.
“Nace una fría noche de invierno, el 27 de enero, en Grenoble, Francia. Su madre, July, sufre dolores de parto toda la noche y hasta las seis de la mañana la partera no consigue extraerle el niño. Nicholás Gravelaine, su padre, tiene una tienda de comestibles en la planta baja de la vivienda (Ver Nicholás Gravelaine, 1898 y July Bonnal, 1906)”
Devolvió el tomo a su lugar. Al azar extrajo otro. “Sven Lindh, 1756. Varón, nacido en Malmoe el 29 de febrero de 1756, hijo de Björn y Gretha. Color de pelo: rubio. Color de ojos: azul. Raza: escandinava”
“María Granados, 1976. Hembra, nacida el 15 de marzo de 1976 en Tegucigalpa, hija de Eliseo y Ramona. Color de pelo: negro. Color de ojos: negro. Raza: india.”
Elevó el candil y comprobó que la biblioteca no parecía tener fin más allá de donde iluminaba la llama. Fascinado por la prolífica imaginación de aquel viejo escritor, regresó a la mesa y devolvió el fanal a su sitio. Encontró allí varias hojas de papel manuscritas y la curiosidad le llevó a leerlas.
“donde se matricula en la Escuela de Ingeniería en 1983. Los primeros cursos son irregulares, marcados por la muerte de su padre y la asunción del rol de cabeza de familia por su parte. Resultan momentos duros, ya que empieza a trabajar como camarero para poder llevar dinero a casa y evitar así abandonar la carrera”
Un escalofrío le recorrió la espalda de extremo a extremo. Aquel pequeño párrafo le resultaba muy familiar. Demasiado familiar. Pasó dos o tres hojas y leyó.
“María es la persona más maravillosa que él ha conocido jamás (Ver María López Cáceres, 1970). Esperan sólo dos años para contraer matrimonio, los más felices de su vida. Tras casarse en 1993, ella comienza a trabajar como auxiliar administrativo en un centro hospitalario, teniendo ambos que seguir turnos de distintos horarios. Tardan en decidirse a tener el primer hijo, ya que temen no poder cuidarlo adecuadamente. Sin embargo, finalmente se deciden y en junio de 1998 ella queda embarazada. El embarazo se desarrolla con normalidad…”
¿Cómo podía saber Gieppetto todo aquello? Era la historia de su propia vida, narrada con todo detalle.
“El 25 de septiembre de 2004, tras dejar acostado a su pequeño Pablo, se despide de su esposa para salir a pescar en el barco de su amigo Gabriel. Durante la travesía el tiempo empeora y…”
Ahí terminaba su historia. Justo antes de chocar con el dragón. Estaba tan perplejo ante lo que leía que reparó en que el anciano había surgido de las sombras y se había colocado a su lado. “Te reconocí en cuanto te vi”, dijo.
Pedro dio un respingo. “Cómo que me reconoció”, gritó. “Nunca antes me había visto. ¿Cómo sabe todo eso de mi vida?”. Retrocedió un par de pasos.
“Lo se todo sobre ti. Yo te creé. Dispuse que nacieras el 15 de junio de 1966, de otros dos personajes que yo mismo inventé años antes, José y Ana María, tus padres, en la ciudad de Cádiz. Tu historia fue paralela a la de ellos hasta que murieron. Allí puedes ver sus tomos”, señaló a la inmensa biblioteca.” Fuiste un niño travieso e inquieto porque me pareciste simpático. Me apeteció darte ese carácter aventurero. De entre todos mis personajes que cogí tanto cariño que decidí unirte a María, una de las más encantadoras mujeres que he imaginado”
Pedro no daba crédito a lo que oía. “¿Me está diciendo que yo, que toda mi vida, no somos más que un producto de su imaginación?”, chilló. “Usted sí que es un personaje de cuento, un patético carpintero que alucinaba con un trozo de madera. Usted es la fantasía de un escritor italiano. Usted...”
“Poco después de casarte con María, se te cruzó Lucía, ¿recuerdas?, aquella chica de la fábrica. Sólo tú sabes que estuviste a punto de ser infiel a tu esposa con Lucía. Tú y yo, que la crucé en tu camino e impedí después que estropearas tu matrimonio”
Mientras escuchaba, Pedro se sentó con la mirada perdida. Lucía era muy hermosa y descarada. Se le insinuó varias veces y él rehuía la ocasión de verse a solas con ella. Sin embargo, en una ocasión estuvo a punto de sucumbir. Sólo una llamada inesperada de su esposa al móvil le hizo recapacitar. Eso sólo podía saberlo él. Nunca se lo dijo a nadie, ni la propia Lucía lo sospechó jamás. Era imposible que aquel fabricante de juguetes imaginario pudiera saberlo. Imposible. Salvo que lo que le contaba fuera cierto.
“Entonces, ¿he muerto?”, balbuceó
“No lo sé. Escribía tu historia cuando de repente oí tu tos detrás de mí. Esto no había ocurrido jamás. Ahora no sé que hacer, ignoro las consecuencias que esto pueda tener. Necesito meditarlo”, respondió afilando su bigote
“Y yo necesito salir de aquí. Me estoy angustiando. Aunque tenga que saltar de las fauces del dragón, tengo que irme.”, replicó Pedro airado.
“No puedes salir de aquí.”, dijo el anciano retirando la mirada.
“¿Cómo puede saberlo, eh? Nunca lo han intentado.”. Y tras reflexionar unos instantes añadió: “¿Y el palomo? ¿Por dónde sale y entra si no es por la boca del dragón?”
“No creo que puedas hacer lo que él”.
“Tengo que intentarlo. Usted escriba lo que quiera, me da igual, pero yo no voy a quedarme aquí el resto de mi vida esperando a que usted decida qué hacer conmigo. Despídame de Pinocho. Él haría lo mismo que yo”
Y dicho esto Pedro se encaminó a oscuridad más allá del fuego. El anciano, que se había sentado hundiendo la cabeza entre los brazos exclamó: “No puedo retenerte, pero debo decirte que te encaminas a una muerte segura”
“Llegado a este punto, me da igual.”. Y volviéndose por última vez: “Hasta nunca, Gieppetto”
Se adentró en la penumbra tocando a tientas las paredes. La garganta del dragón iba empinándose suavemente. “Debe estar tendido durmiendo, así que aprovecharé la oportunidad”. A su espalda, de nuevo el rítmico sonido del serrucho, invariable, penetrante. “Descartes se mearía con esto. Aquí estoy, una paranoia de un viejo loco, pensando e intentando salvar el pellejo, sin ni siquiera existir. Porque, ¿existo realmente o no?”. Avanzaba con lentitud, porque aunque palpaba fácilmente las paredes de la garganta, a veces un pliegue o algo similar le trastabillaba el paso. “Bueno, de algún modo debo existir, si he tomado la decisión de salir da ahí en contra de la voluntad del viejo, tengo un albedrío relativamente libre”. Curiosamente, a medida que se alejaba del estómago, el serrucho se oía cada vez con más claridad. Y el ritmo de corte era algo más rápido. “Qué decepción con Pinocho. Siempre durmiendo o trabajando. Era la imagen de la alegría, y está esclavizado por su anciano padre”. Tropezó de nuevo, pero al caer rodó rápidamente sobre sí mismo. Parecía haber visto un destello de luz a lo lejos. Se puso en pie rápidamente e intento avivar la marcha, pero rodó de nuevo varias veces. Ahora el punto de luz era visible, aunque lejano. “Vaya con el cuello del dragón”. El serrucho aumento un poco más el ritmo, haciéndose cada vez menos soportable. El chirrido era aún más agudo e intenso. “Ese viejo va a matar a Pinocho si lo hace trabajar de esa manera”. La garganta era ahora más empinada, pero más lisa. Subía con dificultad, pero ya no tropezaba. Lo que le hacía inaguantable la marcha era el ya ensordecedor chillido. “Ese Gieppetto lo va a matar. Qué tipo más raro. Porque era Gieppetto ¿no? Bueno, el no lo dijo”
De repente, sintió que el pecho le quemaba, tanto que tuvo que arrodillarse. El ruido que le taladraba los oídos era ahora continuo. Se puso en pie y siguió caminando. “Bueno, tampoco dijo que su hijo fuera Pinocho y la verdad, no lo parecía…” Una nueva quemazón en el pecho le hizo caer. Se llevo las manos a los oídos, ensordecido por el estridor, que le dañaba. “Debe haber dejado el serrucho y haber cogido una sierra radial. Si, parece una radial”. No pudo levantarse esta vez, por el siguiente fogonazo en el pecho. “Este ha de ser el lugar donde el dragón fabrica sus chispas. Pero en su estómago no puede enchufar una radial. Más bien parece un pitido. Demasiado estoy pensando para ser producto de su imaginación. Aunque la paloma no salía en el cuento. Lo de la paloma lo pensé yo, en casa, después de leerlo. Un pitido. Parece un pitido de esos monitores que le ponen a la gente en urgencias. Continuo, como cuando el tipo de la película ha muerto”. Una nueva descarga le abrasó el pecho. “Tengo que llegar a esa luz. No parece la boca de un dragón, desde luego”. Consiguió ponerse en pie a duras penas, con las manos en los oídos, y aproximarse al resplandor que, como las sombras en el estómago del dragón, envolvía el lugar. “Qué raros los tres. El padre. El hijo. La Paloma” Antes de dar un último paso hacia la luz, una delgada mano sujetó a Pedro. Al volverse, pudo oír, antes de perder el conocimiento, que el anciano le decía: “Vuelve, he decidido que este no es tu momento”
“... Durante la travesía el tiempo empeora y deciden volver, con la mala suerte de que embisten una embarcación que se está hundiendo. Pedro sale despedido y cae al mar, siendo rescatado por los guardacostas. Entra en coma y tiene que ser reanimado estando unos instantes clínicamente muerto. Sin embargo, consigue volver en sí. Al recuperarse semanas más tarde, vuelve a hacer vida normal con su familia. Se realiza dos tatuajes, por los que no da ninguna explicación. En el hombro derecho, una paloma con las alas desplegadas. En el izquierdo, los tenebrosos ojos de un dragón”
1 Comments:
La versión más original de Gepetto y Pinocchio que me he encontrado jamás. Gracias, Juan Nadie, por hacernos soñar.
Y a ti, Dani, por compartírnoslo.
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